Por
Gloria
Valdivia
Anna
Boluda entrevista
a Héctor Gravina, responsable de tóxicos de la ONG
Alternativa
Verda, experto en alimentación y agricultura ecológica sobre el
desafío que suponen las nuevas tecnologías alimentarias publicada
en Inspira.
La
foto es de Héctor Gravina
|
“El
sistema productivista de los alimentos afecta a la calidad de lo que
comemos”, nos explica. “Y no sólo respecto al gusto, también
respecto a la calidad de la nutrición”. Eso, en parte, a causa de
la alteración de los ritmos de crecimiento: hacer que un pollo esté
listo para el consumo en 55 días, en vez de los ocho meses que tarda
uno de corral, por poner un ejemplo. Pero también por la aplicación
de sustancias químicas y de nuevas formas de producir, desde los
pesticidas a la modificación genética (alimentos transgénicos) o a
la nanotecnología.
El
paradigma del riesgo
Como base de todo esto, es necesario
entender cómo se autorizan las sustancias químicas –más de
70.000 en total, según se estima- cuando se lanzan al mercado: tanto
la regulación de la seguridad alimentaria como de la contaminación
ambiental se basan, desde los años 70, en el llamado “paradigma
del riesgo”. Ya que es imposible de probar el riesgo cero, se hacen
unos estudios para tratar de determinar la probabilidad de efectos
secundarios negativos y, sobre eso, las autoridades establecen si se
pueden comercializar o no, en qué dosis se pueden administrar y cómo
se deben tratar para ser ‘aceptables’. “El problema”, en
palabras de Héctor Gravina, “es que estos análisis se hacen
buscando unos ciertos efectos concretos y no se tiene en cuenta que
podría haber otros.
Tampoco queda claro con certeza qué
puede pasar con exposiciones acumuladas a lo largo del tiempo, ni qué
pasa cuando se combinan unas sustancias químicas con otras. Además,
buena parte de las pruebas se hacen con ratones, lo que no asegura
que el comportamiento tenga que ser exactamente igual en las
personas: una sustancia puede resultar inocua en animales y no en
seres humanos. Y los análisis los hacen las propias empresas
productoras, y las características de las nuevas sustancias no se
hacen públicas, porque son secreto comercial”. Aún así, estas
son las pruebas en las que se basan las autorizaciones, nos dice.
Es decir que, en el fondo, se presupone
que toda sustancia química es ‘inocente’ mientras no se pueda
demostrar lo contrario. “La presunción de inocencia”, dice
Gravina, “es un principio jurídico que se aplica a las personas,
pero no se puede extrapolar mecánicamente a los productos, no se
puede aplicar a las sustancias químicas”. Con este funcionamiento
“la sociedad es la que está sufriendo las consecuencias, somos
nosotros los que servimos para comprobar si las sustancias tienen
efectos nocivos o no, y cuando lo vemos, ya es demasiado tarde”. Y
eso es así porque “nos planteamos hasta cuánta cantidad de daño
es seguro, en lugar de preguntarnos cuál sería el menor daño
posible”.
El
“principio de precaución”
Héctor Gravina, ante esta situación,
plantea la posibilidad de otra forma de funcionar basada en el
“principio de precaución”. Que, de hecho, ya se recoge en el
Tratado de Maastrich de 1992, pero que no se está aplicando como se
preveía, según nos dice. “El principio de precaución es,
simplemente, prevenir antes de curar. Es decir, si un producto o una
sustancia presenta dudas razonables sobre su seguridad, no se pone en
el mercado. Es necesario plantearse si la sustancia en cuestión es
realmente necesaria, si hay alternativas más seguras, y si las
consecuencias que puede comportar compensan las ventajas que
proporciona. Y no lanzarla hasta que se pueda demostrar que no
causará ningún peligro serio”. En el fondo, se trata de aplicar
criterios más estrictos, como ya se hace en el ámbito farmacéutico,
a todo tipo de sustancias químicas que “no lo olvidemos, están
presentes en todas partes, desde los alimentos a la ropa, pasando por
los biberones o el asfalto de las carreteras”.
Eso es lo que, según Gravina, se
debería haber hecho por ejemplo con los organismos modificados
genéticamente (los llamados ‘alimentos transgénicos’), que a
pesar de la oposición de buena parte de la población europea, han
sido autorizados. “Todavía sabemos muy poco de los efectos que
pueden tener. Y el problema es que, si se demuestra que son nocivos,
será muy tarde para pararlos”, afirma.
Minimizar
la exposición a las sustancias químicas
Para conseguir este cambio de
funcionamiento, dice el ecologista, “hace falta un cambio social,
un cambio de mentalidad global, que incluye dejar de pensar en el
crecimiento continuado como la única manera de vivir; tenemos que
ver que con menos puede que estemos mejor, y ser conscientes de los
límites de la naturaleza y cómo nos afecta a la salud. No será
fácil ni rápido, pero creo que los movimientos sociales del año
pasado en todo el mundo comienzan a mostrar que nos encaminamos hacia
eso, hacia esta transformación profunda”.
Mientras tanto, además, podemos tratar
de reducir nuestra exposición, y la de los más pequeños, a algunas
sustancias químicas, sobre todo respecto a lo que tiene que ver con
la alimentación. “La clave es una vida más simple. Bajar el ritmo
y volver a dedicar tiempo a cocinar productos de temporada comprados
en el mercado, a poder ser de agricultura ecológica y de producción
local, y dejar de lado los productos congelados y precocinados”.
Hay muchas más ideas en la guía ‘Sense lloc on amagar-nos’ (en
catalán), editada por la ONG Alternativa Verda y que recoge ejemplos
también respecto a la cosmética y los productos de limpieza, como
sustituir los champús por infusiones de algunas plantas o usar
vinagre o limón para quitar manchas. En muchos casos las
alternativas son fáciles y, con frecuencia, más baratas. No cuesta
nada probarlas.
¿Y QUÉ PUEDO HACER YO?
¿Y QUÉ PUEDO HACER YO?
Dejar de pensar en el crecimiento continuado como la única manera de vivir; tratar de ver lo que realmente necesitamos y ser consciente de los límites de la naturaleza y cómo nos afecta a la salud.
Dedicar tiempo a cocinar productos de temporada comprados en el mercado, a poder ser de agricultura ecológica y de producción local, y dejar de lado los productos congelados y precocinados.
Sustituir los champús por infusiones de algunas plantas o usar vinagre o limón para quitar manchas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario