Veo
a mi mujer cómo, echada en el sofá o sentada en la mesa, de repente
se calla, y en silencio respira hondo mientras se empapa de sudor; yo
sé que le ha vuelto a dar un latigazo. En ocasiones resulta
complicado hablar con ella porque no puede atender dos cosas a la
vez, porque tiene que terminar con un razonamiento para centrarse en
otro. Ella apenas puede salir de casa. Ir en un coche para ella se ha
convertido en un verdadero martirio, incluso andando tiene aprietos,
por esos vértigos extraños y poderosos que experimenta.
Cuando
duerme también la veo sufrir, se retuerce de dolor, me despierta
quejándose, o llorando, eso cuando consigue conciliar el sueño, que
jamás es reparador del todo. Sufre igualmente porque ya no puede
atender a su familia y la casa como antes, tiene un rato al día, más
o menos largo según las temporadas, en que consigue desarrollar una
actividad aceptable. Le angustia la posibilidad de regresar a su
trabajo como productora de televisión, cuando le encantaba. Pero
desde que este veneno le ha inundado, se siente absolutamente incapaz
de responsabilizarse de algo, un par de encargos caseros le agobian.
Mi
mujer y yo hace unos cuantos meses que no hacemos el amor, y desde
hace tres o cuatro años las pausas entre una entrega y otra se han
ido distanciando progresivamente en el tiempo, porque su dolor
permanente y su agotamiento, incluso antes de cualquier actividad, se
ha interpuesto entre nosotros como un muro ya prácticamente
infranqueable. Apenas puedo acariciarla, porque le duele, como le
duelen los abrazos.
Y
¿que más? Tantos y tantos detalles: ya no tiene fuerza en las
manos, además del dolor de un túnel del carpo muy intenso en ambas
manos, y se le caen las cosas; se va tropezando con los muebles, en
las rodillas tiene condropatía rotuliana. En las temporadas más
duras la tengo que llevar de la cama al sofá y viceversa, ayudándola
a incorporase porque no tiene fuerzas ni para eso. Por supuesto no
nos acompaña al cine a nuestro hijo y a mí desde hace años, porque
si lo hace tiene que salir fuera de la sala cinco o seis veces, ya
que le cuesta un infierno mantener una postura durante un poco de
tiempo.
Hay
días que llora, que su estado depresivo se agudiza y asegura, de
verdad, que si no se quita la vida es por su familia, por su hijo,
que ante la perspectiva que tiene, es preferible, etc. Ella sólo
pide ya un par de días sin dolor, porfa… o uno”, pero una pausa
que le permita recordar lo que era no tener dolor.
Porque
ya son nueve larguísimos años así. Sin embargo, ha pasado por tres
tribunales médicos de la Seguridad Social y los tres le han dado el
alta, y hemos perdido los recursos presentados (estamos a la espera
de que se resuelva el tercero), dicen que porque los médicos no
establecen tablas específicas para la valoración de la incapacidad.
Y dos juicios perdidos con la Seguridad Social, y mientras esperamos
la sentencia al recurso del segundo, ya hemos iniciado los trámites
para un tercer juicio. Y el actual médico de cabecera lo que sabe de
fibromialgia lo ha aprendido desde que la conoce, como todos los
demás, y cuando Marta va a los distintos especialistas, recorrido
que no termina nunca, se encuentra aún con alguno que la sigue
tratando con un desprecio que le suena demasiado.
Porque
muchos piensan “aquí tengo otra vaga, otra loca de ésas, a mi me
va a venir ésta, como si yo no supiera que la fibromialgia no
existe”. Y la ayuda psicológica no le sirve de nada. Ha perdido
muchos amigos, incluso los más próximos, porque no los llama,
porque a veces no está en condiciones de verlos si son ellos los que
se acuerdan de alguien con quien apenas se puede compartir un rato de
charla… y las relaciones se terminan rompiendo si no se cuidan, y
ella no las puede cuidar. Y hasta la familia, sus seres más
cercanos, yo mismo, nos comportamos en ocasiones olvidándonos de que
es una enferma sometida a un dolor y una fatiga crónicos,
permanentes. “¿Nadie va a hacer nada para paliar todo este dolor
que comparten muchos cientos de miles de personas en este país,
sobre todo mujeres?”
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