jueves, 11 de abril de 2013

Otra mirada a la sanidad pública

Cuando te diagnostican una enfermedad grave tiembla el suelo. Por más que barruntaras lo que se confirma, el impacto exige estabilidades no siempre disponibles: los apoyos externos (gente que te quiere, amistades fundamentales) son recursos necesarios, polivalentes absolutos: cinturones de seguridad que abrazan, muletas que equilibran, multivitamínicos que reponen fuerzas, y ansiolíticos que devuelven a la respiración el ritmo compatible con el esfuerzo físico y mental que se te exige.

De repente añades una nueva residencia a tu vida. Una distorsión muy de base te transporta a un universo sujeto a fuertes tensiones y ambiciones, a la arena de un proceso privatizador que ahoga en tiempo y medios a los profesionales y les impone un “sálvese quien pueda” que deja demasiadas víctimas… seguramente entre los mejores. La caricatura de un olimpo de dioses de bata blanca (tanto si puedes darte cuenta como si no, con heroicas y dignísimas excepciones) se desdibuja y distorsiona con mandamientos gerenciales, de un zafio mercantilismo. Quienes más lo sufren son, como siempre, los de abajo. En un ejercicio de alienación forzado quieren alejar la sanidad pública de sus objetivos nucleares, la realidad que le da sentido, bajo consigna de cumplir cifras de déficits absurdos, conseguir “ahorros” que significan precariedad, e imponer recortes durísimos que limitan con la capacidad de subsistencia. En vez de fomentar la investigación, y curar y cuidar a las personas enfermas (con su dolor y miedo incluido) los bonzos que se mueven por los sobres de los laboratorios y los fondos de inversión que colonizan la sanidad pública, quieren conseguir otra cosa: (¿rentabilidad, eficiencia, mejora de ratios?) No, más bien un saqueo impune.

Quienes pasan ahora a frecuentar (por necesidad y por derecho) hospitales públicos, entran en un medio “sanitario” mucho más hostil, donde batallas más duras que nunca también se libran en la cumbre, y donde los pacientes (impacientes o no) son cada vez más los figurantes necesarios, los extras de una gran superproducción a la Cecil B. De Mille, camino del peor de los óptimos gerenciales en los que prácticamente desaparecerían como personas, desfigurados sus perfiles por protocolos y rutinas, en un caos progresivo y quizás nada inocente. La única defensa, sumarse a la desconcertada resistencia de quienes todavía creen (numantinamente) en su vocación, de quienes defienden que, en contra de lo establecido, no hay enfermedades sino personas enfermas, seres conscientes que pueden entender mucho más de lo que se supone si se les pide razón además de confianza. Y a los que nunca se debería exigir fe en algo en lo que las ciencias (las ciencias de la salud) juegan un papel tan importante. Sólo si se opta por la colaboración y no por el sometimiento, si se trasciende la pasividad de consentimiento firmado sin derecho real a elegir (incluida la muerte digna asistida), si el respeto al profesional sigue, sin distorsión, en el respeto a las personas enfermas, la sanidad pública de Catalunya podría ocupar de nuevo un lugar destacado, envidiable y ejemplar, en el mundo.

Para el profesional de la sanidad pública supone aceptar que quien tiene enfrente, pese a padecer una enfermedad, debe ser tratado como un posible 
(o seguro) aliado racional en la defensa de sus derechos laborales y profesionales porque refuerzan los imprescindibles derechos de ciudadanía. Los derechos no coliden, sino que se refuerzan, y esta sinergia básica es fundamental para que empiecen también a desmoronarse desigualdades arbitrarias y abismos absurdos entre el personal de la sanidad y las personas enfermas. Un buen tratamiento empieza también porque la persona enferma entienda y acompañe todas las facetas de su enfermedad sin que su dignidad se diluya. Sólo así podrá vivir también el proceso de su enfermedad como parte fundamental de la defensa de la sanidad pública. Porque no se aparcan los derechos por estar enfermo, por necesitar tratamiento, por ser dependiente o tener una enfermedad crónica.

El sistema sanitario público también está enfermando. Y para su mejoría debe combatir los dogmas merkelianos y demás elementos extraños, anti-sociales, inoculados desde las altas escuelas de negocios en contra de su propia razón de ser. Hay que echar al basurero de la historia en común a los viciosos de las puertas giratorias, erradicar a los adictos a las corruptelas que malvenden (o se llenan los bolsillos) con la sanidad de todos. Y, en un plano más personal, apearse también del pedestal y librarse de la autocompasión para que la lucha continúe, dé frutos, triunfe. Por el bien común, que quiere decir, por la salud y una vida digna para la inmensa mayoría.

Eva Nasarre: una denuncia que conmociona en defensa de las personas dependientes

Las palabras de Eva Nasarre bastan y sobran. Cualquier comentario por mi parte podría restar su fuerza que nos llega con tanto impacto, nos indigna y nos emociona al mismo tiempo. Sólo me cabe pedir que se difunda el video, que seamos muchísimas personas las que nos indignemos con ella y las que luchemos con quienes, en toda España, ven estafado su derecho a las ayudas a la dependencia. Por su dignidad y por la nuestra. Por conseguir que como sociedad no tengamos que avergonzarnos -como debería hacerlo este mal gobierno- del trato que damos a las personas más débiles físicamente pero con una valentía que, por suerte, se contagia. Eva Nasarre, nos dice, está en pie (dempeus) en su silla de ruedas. Como tantas personas con enfermedades crónicas. Como tantas personas dependientes. Como tanta ciudadanía enferma por la deriva de este saqueo a los servicios públicos, a los derechos humanos, a la humanidad misma.

Con un beso muy grande y mi agradecimiento para Eva: