Dedicado a Aquilino Vázquez Fernández
Roberto Fernández Álvarez
Carta desde la mina
Era otoño cuando me presentaron a
Gunda Fred. La trajeron engañada a mi consulta para ver si le
faltaba alguna vitamina, y ella se dejó venir. De 'español sólo
sabía algunas palabras amables; cuando no entendía decía que sí
con los ojos y con la cabeza. También asintió cuando le propuse un
plan para tratar su enfermedad, pero me advirtió con su mirada de
agua de lo inútil de mi insistencia: la oportunidad de la medicina
científica había expirado.
Gunda aportaba un argumento para ella
irrebatible: un día, por error, puso al alcance de su perro la dosis
diaria de pastillas que tomaba para tratar la artritis reumatoide.
Tras engullirlas, Trudel apoyó las quijadas en el suelo del jardín
y comenzó a deshacer la nieve con los dientes. No llegó a alcanzar
el muérdago que, tapado por un velo blanco de espesor infinito,
acaso le hubiera salvado la vida.
Aquella imagen fue reveladora: el mal
era invención del ser humano; el bien yacía en la naturaleza, pero
alcanzarlo no era fácil, había que descubrirlo debajo de una densa
capa de sufrimiento.
Lo primero que hizo fue buscar un punto
geográfico donde apenas interviniesen las nevadas, aunque debería
poder contemplarse la nieve a lo lejos, para recordar que acecha o,
acaso, por la inconsciente nostalgia de Vordingborg. Pero era preciso
que hiciesen acto de presencia las cuatro estaciones con los cuatro
elementos que componen el universo: la tierra floreciendo, el fuego
purificando, el aire arrastrando las hojas muertas, el agua renovando
el ciclo de la vida.
Abandonó todo tratamiento químico y
recaló en Ourense, que por añadidura ofrecía la saliva caliente
del centro de la tierra. Si ella sabía recibirla, sin duda el agua
sabría curarla.
Las termas mordieron sus articulaciones
tumefactas y las aguas ingeridas a jarras llenas empujaron fuera de
la sangre las últimas moléculas del fármaco. Creo que por eso
empeoró, pero tal vez ella tuviese razón: si seguía viviendo en
discordia con la naturaleza, difícilmente podía solicitar su
amparo.
Dejó de comer carne, que pronto pasó
a equiparar con un veneno, y el sacrificio de animales con un
asesinato. Leve mejoría durante dos quincenas. Luego, le pareció
beneficioso evacuar todos los días, pues la putrefacción de los
residuos en el interior de su vientre podría ser fuente de
enfermedad; diariamente, a la misma hora, se encuclillaba al lado de
un manzano hasta que su intestino entregaba a la tierra lo que la
tierra le había dado. También abandonó la leche, los huevos, dejó
de vestir lana y cuero y todo cuanto situase al animal en régimen de
servidumbre respecto del humano. Empeoró, y esa fue señal
inequívoca de que cuanto hacía todavía no era suficiente.
Un día me avisaron para pasar a
reconocerla. Tenía una casa de alquiler con un huerto extenso. Al
principio lo trabajaba ella a tropezones. Agarraba el mango de la
azada con sus dedos duros y revirados, como pinzas de lubrigante.
Luego lo sujetaba con la flexura de los codos. Jamás pidió ayuda;
pero una vecina se compadeció de ella por llamarse Gunda Fred y
acudió a espabilarle las judías y erguirle los tomates. Aceptó el
favor a condición de no aplicar plaguicidas ni eliminar las malas
hierbas, que también tenían derecho a la vida. Tampoco se podía
utilizar el riego, pues ya la naturaleza disponía la lluvia cuando
lo consideraba conveniente. Hablaba a las plantas, sí, con palabras
dulces pronunciadas en un danés susurrado, con sabor a mantequilla.
Cuando yo llegué no la encontré en la
casa, que estaba abierta y perfectamente ordenada como si nadie la
hubiese habitado en años. La llamé; el silencio era tan vasto que
se oían crujir los tallos de centeno en la era. La encontré en la
orilla norte del prado, gateando sobre la hierba. Por sus nalgas
desnudas, muy coloradas, se paseaban algunas moscas que ella, por
falta de fuerza o por respeto, no ahuyentaba. Extrañamente,
conservaba aún aquella gordura primigenia de vasija llena. Volví a
lIamarla. Por un momento dejó de tronchar el heno con sus dientes
cuadrados y volteó lentamente la cabeza. Me miró con un solo ojo
y,muy amablemente, mugió. O tal vez dijo algo en danés que no
alcancé a entender.
Soy médico y nunca me importaron los
horarios. Cuando mis pacientes me necesitaban yo estaba ahí, siempre
luché por ellos, por su bienestar. Ahora la paciente soy yo, desde
hace 6 años lucho con uñas y dientes contra mi enfermedad y a mi
alrededor solo encuentro trabas e incomprensión.
Un fatídico día en mi centro de
trabajo tras un vertido accidental de gasoil, desarrollé una
sensibilidad química múltiple que cambió mi vida y la de todos
aquellos que me rodeaban. Poco sabía entonces sobre la enfermedad
aunque no tardaría en averiguarlo. Cuando estudiaba Medicina en la
facultad nadie nos habló de su existencia, poco a poco fui recabando
información aunque no fue fácil.
He tenido qué cambiar el trabajo
asistencial por el burocrático y me he visto obligada a dejar de
acudir a actividades que me gustaban (cine, teatro, conferencias) y a
evitar tiendas y lugares que utilizan ambientadores. Mi vida social
se ha restringido a los lugares y actividades que puedo tener "bajo
control", siempre informando previamente sobre mi problema y
solicitando la colaboración del resto de participantes,
arriesgándome aún así a que un día se olviden de que cuando están
conmigo no pueden ponerse su perfume o colonia habitual, de manera
que ese día tenga que marcharme a casa sin poder participar en esa
actividad.
Vivimos en un hermoso país con una
Constitución que contempla los derechos de sus ciudadanos, uno de
los cuales es el derecho a la salud; diversas leyes lo desarrollan y
amplían, también se protege la intimidad y los datos personales,
sin embargo nada de esto vale con los enfermos de sensibilidad
química múltiple por 2 razones fundamentales: nuestra enfermedad no
está reconocida por el Sistema Nacional de Salud y no podemos
pedirle a los que nos rodean que dejen de utilizar determinados
productos sin explicarles nuestra enfermedad.
A veces yo prefiero decir "es que
soy alérgica a esos productos", quizás porque la gente
entiende mejor ese término que el de intolerancia química, pero la
sensibilidad química múltiple es en realidad una intolerancia
adquirida a productos químicos diversos, sus síntomas son
reproducibles con la exposición química repetida y aparecen ante
niveles muy por debajo de los rangos establecidos como límites de
exposición profesional para agentes químicos, su carácter es
crónico y no existe ningún tratamiento curativo siendo la evitación
de las reexposiciones la medida más eficaz.
Soy consciente de que muchas personas
no van a entender lo que escribo y seguirán pensando que somos
vagos, rentistas o simuladores entre otras muchas cosas, sin embargo
solo somos personas que han tenido la desgracia de "adquirir"
en el camino de su vida esta enfermedad y que, al igual que aquellos
canarios avisaban en las minas de la existencia de gas grisú al
morir, permitiendo con ello que los mineros salieran a tiempo,
nosotros estamos avisando de que no se puede vivir en un mundo lleno
de productos químicos cuyo efecto es desconocido, sumatorio e
imprevisible para los seres humanos.
Si esta carta ha servido para que todo
aquel que la lea reflexione y se dé cuenta de que esta enfermedad no
existía cuando no había productos químicos y que ahora, cada vez
es más frecuente, yo no habré perdido el tiempo al escribirla
porque está en nuestras manos cambiar el rumbo, en la de todos y
cada uno de nosotros, ¿o acaso algún minero se quedaba esperando en
la mina cuando veía morir al canario?
AIRIENSIS, Nº 32 Segunda Época –
Octubre 2014, pag. Nº 26
ILUSTRE COLEXIO OFICIAL DE MÉDICOS DE
OURENSE