Posted on 19 abril 2012
Algunas personas aún podemos recordar
cuando existía en España un sistema para pobres; se llamaba
beneficencia y era de baja calidad
Artículo de J. Ignacio Martínez
Millán y Luis Andrés López Fernández, profesores de la Escuela
Andaluza de Salud Pública.
Tenemos uno de los sistemas de salud
más eficientes (capacidad de respuesta para el mantenimiento de los
niveles de salud con relación a los costes destinados a ello) y que
supone uno de los menores gastos respecto al PIB entre los países
desarrollados. Contamos con colectivos profesionales de la medicina,
enfermería y otros, altamente cualificados, con una de las carteras
de servicios más amplias, de gran calidad y con un buen sistema de
garantías de salud pública colectiva. Nuestro sistema nacional de
salud es excelentemente valorado por la ciudadanía y supone quizás
el mayor mecanismo de solidaridad y redistribución que nuestra
sociedad ha desarrollado. Lo pagamos entre todos vía impuestos y
todos nos beneficiamos de las acciones tradicionales de salud pública
y de los recursos asistenciales, que, abiertos a todos, son
utilizados fundamentalmente por las poblaciones que más los
requieren: mayores, población materno-infantil (creando un potente
mecanismo de solidaridad intergeneracional) y las personas enfermas
(solidaridad según situación de salud en este caso). Pero no
olvidemos que casi todos esperamos ser mayores y todos confiamos en
la capacidad de respuesta del sistema de salud ante el riesgo de
enfermar o sufrir un accidente; para la mayoría será una simple
cuestión de tiempo obtener rendimientos personales del sistema.
No obstante, el sistema de salud
presenta ineficiencias y es responsabilidad de todas las personas
implicadas (profesionales, gerentes, políticos sectoriales y
ciudadanía) detectarlas y buscar los mecanismos de ajuste que
permitan hacerlas mínimas. Ahora, en situación de crisis, y
siempre. Sin entrar en el detalle de las bolsas de ineficiencia en
las que es posible generar ahorros (conciertos, uso de tecnología
inapropiada, medicina defensiva, duplicidades, falta de tiempo para
la atención adecuada en atención primaria, medicalización
excesiva, no generación de economías de escala, distribución
inadecuada de horarios y personal,entre otras) sí nos detendremos en
analizar los discursos subyacentes de algunas propuestas anunciadas,
pues determinan las preguntas y respuestas que se obtienen, que
siempre parecen buscar la ratificación de los principios e
intenciones de quienes los formulan.
Así, si tomamos como ejemplo el hecho
de que tenemos uno de los mayores gastos en farmacia por habitante y
año, si las preguntas se centran en la búsqueda de los abusos que
se producen, las respuestas se orientan a la desincentivación del
consumo vía aumento del aporte individual (aumento del copago,
precio adicional por receta, y discriminación en los criterios de
gratuidad entre otros). Si nos preguntamos: ¿Tiene algo que ver el
papel que juega la industria farmacéutica al respecto?, ¿o la
política de depauperación progresiva de la atención primaria?, ¿o
el sistema de compras?, las respuestas orientarán las políticas
públicas hacia la racionalización de la prescripción con criterios
de seguridad y eficacia, y éstas se centrarán en la intervención
con el mundo profesional, con aspectos relacionados con la
organización del sistema, e incluso en la clarificación del papel
que debe jugar la industria en el sector. Y no es lo mismo.
Se habla estos días de establecer
cuotas de pago para determinadas prestaciones en función de la
renta, creando tasas para las rentas más altas. El efecto de la
aplicación de esta tasa en la financiación del sistema, tanto por
el porcentaje de población a la que afectaría inicialmente, como
por el uso de servicios que esta población realiza (que salvo para
situaciones de alta complejidad y coste no utilizan los servicios
públicos de salud) será inapreciable. La búsqueda de una mayor
recaudación a través de dicha medida conllevará la bajada
progresiva del dintel de nivel de ingresos para la aplicación de la
tasa, incrementando el colectivo social con las clases medias de
mayores ingresos declarados a hacienda, que se verá incentivado a
contratar seguros privados de salud y a desentenderse del sistema
público.
Este desentendimiento conllevará en el
medio plazo la exigencia por parte de esta población de la
devolución de sus impuestos relacionados con la salud, con el
argumento de la no utilización del sistema público y el aporte que
ya hacen a su seguro privado, y por otra parte restará apoyo social
al sistema de salud, pues en nuestras sociedades estos grupos de
población tienen gran capacidad de influencia política. Perderemos
la universalidad del sistema, que es lo que garantiza la adecuada
distribución de riesgos, la eficiencia económica y social, la
calidad y la capacidad redistributiva del sistema. Y esto es lo que
parece perseguir la política anunciada sobre recortes en nuestro
sistema nacional de salud.
Cuando en Europa se discutía la
creación del Estado del Bienestar, Richard Titmuss, desde la London
School of Economics lo supo ver con claridad al sentenciar: “Un
servicio para los pobres se convierte inevitablemente en un pobre
servicio cuando la clase media, políticamente activa, los abandona”.
Algunas personas aún podemos recordar cuando existía en España un
sistema para pobres; se llamaba beneficencia y era de baja calidad.
La calidad para todos llegó a nuestro sistema sanitario cuando se
integraron el conjunto de redes públicas existentes con las de la
seguridad social, creando un sistema nacional de salud de carácter
universal, para ricos y pobres. Si queremos seguir siendo una
sociedad cohesionada tendremos que defender con fuerza la
universalidad, el que sean para todos los servicios públicos más
valorados y necesarios.
En el sistema de salud se confronta un
permanente juego de intereses que no siempre se hacen transparentes y
se ocultan al debate social. La toma de decisiones estratégicas para
la viabilidad del sistema se realiza en entornos ajenos a las
personas que trabajamos en el sector y de la ciudadanía en general.
Para intervenir en ese espacio es crucial luchar por que exista
transparencia y se clarifiquen los intereses en juego. Otros cambios
dependen exclusivamente de nuestro comportamiento profesional (somos
los profesionales de la salud los que determinamos la mayor parte del
gasto que cada persona supone para el sistema) y del de la
ciudadanía. Hemos construido una sociedad con escasa autonomía y
excesivamente medicalizada y en estos ámbitos tenemos un amplio
campo de acción en el que intervenir.
Se ha creado un colectivo gerencial que
tiene la responsabilidad de trabajar sobre las bolsas de ineficiencia
que presenta nuestro sistema de salud. Exijámosles resultados, y a
nuestros políticos que clarifiquen el juego de intereses que
defienden. Nuestro sistema de cobertura social es demasiado bueno
como para dejarlo en las manos exclusivas de estos políticos del
siglo XXI que, embebidos del pensamiento único, destilan sus
esencias. El sistema de salud genera déficit sistemático por su
insuficiente financiación y es ahí hacia donde se deben orientar
las políticas de sostenibilidad. No es cierto que puedan
introducirse mejoras en su eficiencia global generando a la vez
beneficios para los accionistas de las empresas privadas. Toda la
evidencia disponible juega en contra, pero… ¿A quién le importan
los datos? Por eso aquí no se presenta ninguno.
J. Ignacio Martínez Millán y Luis
Andrés López Fernández son profesores de la Escuela Andaluza de
Salud Pública
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