El
Rapto
Observatorio del
sonambulismo contemporáneo
El
barón Hausmann sube a los cielos
¡No, todas las
cosas extrañas, inquietadoras y escalofriantes del barrio Chino
barcelonés, como los del Chinatown londinense o los del barrio
neoyorkino su tocayo, no existen sino en la leyenda!... No; estas
cosas para poder ser han de poseer clandestinidad. Os aseguro que
para poder acabar con él no hay mejor sistema que tolerarlo y...
vigilarlo. Un barrio sospechoso donde todo el mundo haga lo que
quiera, pero donde al primer delito (...) esté la policía allí,
dejará de ser pecaminoso y será inocente como un baile benéfico de
damas catequistas.
Antonio de Hoyos
y Vinent, 1930
Puesto que
Lavapiés es un barrio poblado por mahometanos, beduinos, cabileños,
cafres, zulúes, pigmeos, patagones, mayas, mohicanos, esquimales,
coolíes, mongoles, tasmanios y canacos, por no hablar de algunos
indígenas residuales que muchas veces son los peores, la autoridad
competente ha decidido decorar sus calles con adornos, tecnológicos
por supuesto, pero que por su apariencia sin duda recordarán a estos
salvajes su terruño natal. Por eso se han levantado unos airosos
soportes de metal sobre los que descansan cual ídolos pánicos unas
utilísimas cámaras de vigilancia, a la manera de un tótem del
siglo XXI que deberá ser adorado y temido como los tótems del
pasado. Por otro lado, ¿no disfrutaban los madrileños de finales
del siglo XIX de los zoos humanos, esos visionarios prototipos de
parque temático donde se podían observar en vivo y en directo las
curiosas costumbres de cualquier tribu ignota rescatada de la selva
por un intrépido empresario de circo? Gracias al ojo que todo lo ve,
Lavapiés podría convertirse en un enorme zoo humano en el que
contemplar los juegos, hábitos, idas y venidas de sus especímenes,
y con un poco de suerte, como pasaba en el zoo humano de antaño, un
parto y hasta una muerte, preferiblemente violenta, pues ya se sabe
cómo son los pueblos primitivos …Que se conecte la red de
videovigilancia a una cadena de televisión especializada en reality
shows y el rizo estará rizado y el espectáculo garantizado. Por lo
demás, ¿no han preparado el terreno este tipo de programas a la
videovigilancia policial? ¿No desea el ciudadano ser grabado para
sumarse a las estrellas de la programación? ¿No está la vida tan
programada, que en realidad no hay por qué temer que nos graben
porque no hay nada en nuestra vida que inflija la norma, cualquier
norma, y merezca la pena ser grabado? ¿No es eso al menos lo que se
está intentando y por eso se transforma el barrio en plató, y la
calle en decorado? Responder a estas cuestiones sobre la
videovigilancia es tan importante o más que responder al poder que
pretende vigilar, y desde luego apunta al centro del objetivo
bastante más que las fantasías truculentas que sobre la
delincuencia o el terrorismo islamista utiliza para justificarla y
legitimarla.
Según los libros
de historia, el barrio de Lavapiés fue en su origen la judería de
Madrid. Una muralla que se cerraba cada noche lo rodeaba
convirtiéndolo en un ghetto. Y en algunas de sus calles (como en las
calles de la Fe, Salitre y Ave María) tuvieron lugar pogromos en el
año 1391. Esta somera lección de historia de todos no tendría
mayor interés si no fuera altamente simbólica del destino de un
barrio, un destino que es a la vez origen y consecuencia de los
sucesos que en él tuvieron, tienen y tendrán lugar. Un destino
firmemente instalado en el inconsciente de un barrio –es decir, en
el inconsciente de las personas que viven en él y de los que no- que
se repite creando series en las que la otra historia, condicionada
por la propia configuración física, encuentra su verdadera
significación, orientando y marcando las líneas que verdaderamente
ritman su devenir. Y así, si más tarde una de esas líneas del
tiempo hizo de Lavapiés guarida inevitable de la clase obrera
madrileña que se amontonaba en torno a la Estación de Atocha y las
fábricas del sur de la ciudad, a la vez que sus burdeles y tabernas
le ganaban el título glorioso de la mala fama que aún le adorna,
otra línea temporal más reciente, dura o quebradiza, curva o recta,
señaló al barrio como la dudosa tierra prometida de la inmigración.
Por otro lado, el
barrio de Lavapiés ha sido, por antonomasia, un barrio maldito o
mejor maldecido, ignorado y evitado por las buenas familias, y
despreciado por el poder hasta tal punto que ni siquiera se ha
molestado por exaltar en él su ideología, o de borrar la del
enemigo. Y sin embargo este desdén tenía al menos una paradójica
virtud como contrapartida, pues la zona de sombra con la que se
pretendía difamar al barrio bajo era también un escudo, un sombrero
de ala ancha, una capa bajo la que pasar inadvertido y generar una
cierta cultura propia, distinta y hasta refractaria de la ideología
del orden y el decoro de los barrios altos. Como no somos
nacionalistas, no diremos que esa cultura se identifica con ningún
casticismo odioso y zarzuelero, y como tampoco somos
multiculturalistas, nos abstendremos de felicitar al mestizaje de low
cost como progenitor hermafrodita de tan admirable invento, pues en
el torbellino del tiempo y bajo los golpes de la Historia esas
costumbres, mentalidades y formas de vida se han ido transformando
hasta hacerse irreconocibles entre sí, excepto en el aspecto
principal: la existencia de un barrio con una personalidad propia que
no está totalmente destruida por las leyes y la lógica de la
economía, que no está por completo a su servicio, que a veces hasta
quiere y sabe combatirla, y que lo hace.
Es esta la
anomalía que debe cesar, como lo ha hecho o lo hará en el resto de
barrios que aún conservan algo propio. Por eso todo parece indicar
que desde la construcción del grotesco Nuevo Teatro Olimpia, desde
la ampliación del Reina Sofía, desde la instalación de la Casa
Encendida, la suerte parece estar definitivamente echada. El barrio
ha pasado definitivamente de ser un barrio olvidado a ser un barrio
codiciado, pues la existencia presente de Lavapiés es algo
incomprensible desde el punto de vista del capitalismo. Es
incomprensible que a tiro de piedra del centro los inmigrantes puedan
tener una casa que de alguna manera puedan pagar con sus ridículos
sueldos, en vez de reacomodarse de una santa vez en los tentadores
barracones que les han diseñado en lugares tan paradisíacos como
Seseña. Es incomprensible un barrio céntrico en el que el verdadero
comercio sea la venta al por mayor de bisutería, o los colmados de
mala muerte cuya función es propiciar la convivencia antes que el
consumo. Es incomprensible que sus habitantes, hijos y supervivientes
de mil orígenes y de mil y un naufragios, no se degollen los unos a
los otros como habían planificado los ingenieros sociales, y
fomentado los medios de comunicación. Y es incomprensible que sus
callejuelas infectas, salvadas de la piqueta única y exclusivamente
por el valor turístico de su pintoresquismo, acojan y amparen
todavía los esporádicos motines de rabia y venganza que sacuden de
vez en cuando la paz social del marasmo que llaman Madrid. Tan
incomprensible resulta, que sólo se puede comprender a partir de la
combinación de dos factores que han despertado el interés de la
dominación por un barrio del que desconfía por lo que pudiera tener
de vivo, y al que desea adulterar para que de deprimido y
disfuncional pase a normalizarse, regenerarse y progresar en la
rentabilidad y la previsibilidad. Estos factores son la necesidad de
una coartada para vaciar a largo plazo un barrio que tiene tantísimas
posibilidades urbanísticas desaprovechadas, y controlar mientras
tanto a sus turbulentos habitantes en las posibles situaciones de
tensión y disturbios que podrían desarrollarse con el agravamiento
de las crisis económicas, la limpieza étnica del trabajador
invitado al que conviene desinvitar, y la presión cada vez más
asfixiante sobre cualquier signo de disidencia real, por minúsculo
que aparente ser.
En efecto, no
descubrimos nada nuevo cuando recordamos que Lavapiés es una
tentación demasiado grande para la especulación inmobiliaria, que
pretende ponerle a trabajar en base a lo que ellos mismos están a
punto de matar. Por eso está en proceso de ser limpiado de
inmigrantes indeseables y vuelto a llenar con nuevos habitantes que
acudirán atraídos por esa vida que se acabará de perder
definitivamente, pero que quedará como un eco inútil a través de
los medios de comunicación y la publicidad. Para que los burgueses
progresistas puedan mudarse a un barrio multicultural, es preciso y
necesario vaciar primero ese mismo barrio de toda cultura diferente,
desolarlo de elementos extraños, dejar en pie el decorado pero
vaciar el interior. Cuando esto se haya conseguido, se podrán subir
los precios pues lo caro es bueno, e inmolar definitivamente el
barrio a los turistas. Por otro lado, puesto que se ve que lo negro
atrae a lo negro, a la inflación escandalosa de individuos
extracomunitarios hay que sumar la presencia constante e incordiante
de esos grupos y colectivos que la propaganda mediática llama
antisistema, cuya capacidad de distorsión y contestación de las
sanas leyes económicas aumenta en contacto y simbiosis con la trama
tortuosa de Lavapiés, laberinto perfecto para la resistencia y las
barricadas, como pudo comprobarse en los disturbios antifascistas del
29 de febrero del año pasado. Por cierto que tampoco hay ni
casualidad ni misterio en que esos disturbios han sido el verdadero
detonante de la implantación de las cámaras, la gota que colmó el
diminuto vaso de la paciencia democrática. Todo lo demás es
literatura, especialmente del género de la novela policíaca y de la
crónica de sucesos.
En realidad la
estrategia de noche americana y niebla digital, que afectará y
marcará la historia de Lavapiés de la misma forma que le afectó la
construcción de la muralla, empezó mucho antes de la instalación
de la primera cámara; al menos, desde la operación policial de
desbroce que supuso la “remodelación” de las plazas de
Cabestreros primero, y de la de Lavapiés después, en plazas duras
en las que se despliega una verdadera metafísica del control que
proscribe al árbol porque teme a la sombra: la escasez de árboles
permite en efecto dos formas de fiscalización, una que se produce a
ras de tierra, siguiendo la simple ecuación menos follaje=menos
obstáculos=más visibilidad (los árboles pueden jugar una baza
maravillosa para esconderse, y, en casos extremos, para levantar con
ellos barricadas), y la otra aérea, en cuanto que el despojamiento
característico de estas plazas, sin el arbolado que hasta hace no
mucho lucían, despeja la vista cenital a los helicópteros
policiales para llevar a cabo su cinegética de precisión. Primero
fue el ordenamiento urbanístico, el aplanamiento generalizado, la
limpieza general, pero ese paso fue tan solo el primero en el
allanamiento de morada de la vida pública por parte de la policía.
Las cámaras que se han prometido instalar abarcan ahora a todo el
barrio de Lavapiés, de tal modo que al principio de insolación es
necesario sumar el efecto asolación que produce un oscurecimiento de
lo vivible por exceso de lámparas (de interrogatorio): es que, por
ejemplo, el simple trayecto por la calle Mesón de Paredes, en el que
se invierte como término medio entre 5 y 10 minutos en recorrerla de
extremo a extremo, supone pasar por delante de 10 cámaras, una por
minuto. Eso es el progreso.
Igualmente
instructivo, sobre todo para los ciudadanos de buena voluntad,
resulta observar el mapa de distribución de las cámaras de
videovigilancia, especialmente por el contraste que permite
establecer entre lo crudo y lo cocido, es decir, lo limpio y lo
sucio, o lo blanco y lo negro, antinomias que se sustentan, como ya
se ha apuntado, en imperativos de oportunidad económica y represiva.
Sin pretender por cierto agotar el tema, bastan unas pinceladas para
ilustrar lo que queremos decir, siendo la más obvia el hecho de que
la zona más repleta de cámaras sea la que conforman las calles que
llegan a la plaza Tirso de Molina por su extremo sur, epicentro y
fortaleza (casi) inexpugnable de la ya citada revuelta antifascista
del año pasado. Pero si por un lado es también evidente que la
escandalosa proliferación de cámaras en la calle Mesón de Paredes
se explica por su trazado, que al atravesar todo el barrio de Norte a
Sur la hace especialmente atrayente para las labores de control, por
el otro es una calle insultantemente desperdiciada, con casi ningún
comercio digno de ese nombre y regentado por españoles, excepto en
la parte más cercana a la plaza de Tirso de Molina; el resto, en
efecto, está ocupada por almacenes chinos de ropa y complementos en
su parte alta, y por peluquerías, bazares, restaurantes y locutorios
árabes y africanos, de aspecto sospechoso y de rentabilidad
mediocre, verdadera ofensa a las oportunidades de una urbe tan
moderna y al arrojo de sus emprendedores, que no hay por qué tolerar
por más tiempo. Otro tanto sucede con la calle Embajadores, por su
parecida naturaleza panóptica, y por la vulgaridad de unas tiendas
indignas de tan halagüeño nombre.
En cambio, hay
una total falta de cámaras en la calle Argumosa, excepto dos
situadas en las esquinas con la Plaza Lavapiés y la calle Doctor
Fourquet, a pesar de ser otro eje central del barrio que permite
controlar así mismo muchos puntos de fuga en las calles adyacentes.
Pero Argumosa es la calle más turística del barrio debido a las
terracitas que ocupan prácticamente todas sus aceras, por lo que
allí las cámaras no son necesarias, ahí, por tanto, el trabajo ya
está hecho. Se trata de un punto limpio, mientras que en Mesón de
Paredes, que todavía no lo es, está cargada de cámaras. Por la
misma razón, las callejuelas adyacentes al Reina Sofía y a la Casa
Encendida también están limpias, seguramente porque allí las
cámaras ya vienen incorporadas con estos edificios, y su misma
presencia es profiláctica en la cultura. Y al contrario, hay ciertas
zonas ciegas a las que al parecer no vale la pena enfocar, como las
calles adyacentes a la calle Casino, verdadero vórtex
espacio-temporal en el que toda actividad y hasta señales de vida
parecen ausentes, o la calle Olivar, cuya pronunciada cuesta hace que
muchos decidan rodearla para no enfrentarse a ella, sobre todo en los
días de verano. En ambos casos, su misma disposición topográfica y
su ambiente peculiar resultan inhóspitos y nada atrayentes para las
oportunidades del comercio y del entretenimiento, quedando fuera de
foco en la plenitud deslumbradoramente sombría de su
improductividad.
Y así la
dominación va levantando el mapa de su conquista marcando en blanco
los lugares que frecuenta y en negro los que evita, aunque, huelga
decirlo, ese mapa ominoso no coincida ni por asomo con el nuestro, y
por supuesto nunca por las mismas razones de atracción y repulsión.
Porque ese mapa, y el territorio que cartografía, es el de nuestra
propia vida, y no el de la economía.
Es en este
sentido que necesitamos comprender o recordar que la videovigilancia
no tiene la más mínima intención de reducir los niveles de
delincuencia en el barrio, y tampoco podría hacerlo, si es que en
realidad alguna vez el poder se ha planteado combatir los efectos
colaterales de la miseria que él mismo genera, violencia y
descomposición que tantas veces alienta y administra. Pero en
realidad, para la gente del barrio, el problema de la delincuencia en
Lavapiés no es más importante de lo que pudiera serlo en otros
barrios colindantes; de hecho es casi el único barrio de Madrid en
el que se pueden ver pandillas de niños jugando y corriendo por sus
calles. Existe pues una brecha entre lo que los medios dicen o
quieren decir, y entre lo que los vecinos del barrio viven cada día.
Esta brecha, que podría arruinar todo su esfuerzo si nos
encontráramos en una sociedad diferente en cuanto a su dependencia
de los medios de comunicación y a la creación de espectáculo, ha
intentado ser neutralizada a través de un nuevo concepto que parece
servir para todo: la sensación, sensación de inseguridad en este
caso, que las cámaras vendrían a minimizar. Pero la sensación es
el dominio propio del espectáculo, aquél en el que mejor se mueve,
por eso se dedica a crearla y amplificarla con sus programas de
televisión hasta límites delirantes, o con carteles que anuncian
una “zona controlada por cámaras de vigilancia”, tan importantes
o más que las propias cámaras en su doble papel de asustar y
tranquilizar a la vez. De esta manera, por una parte se inventa una
sensación y por otra un dispositivo que intenta anularla de cara a
la galería, una vez detectadas las posibilidades ciertas de ganar
dinero con ello, y de asegurar la pacificación social. En último
término, los turistas deben sentirse seguros, lo estén o no.
No, porque está
comprobado que la videovigilancia no tiene una verdadera influencia
en la resolución de delitos y mucho menos en la disminución de los
mismos, a no ser que se considere que un solo caso aclarado al año
por cada mil cámaras y un coste de 580 millones de euros sea una
buena estadística … Y los turistas, sí, porque como ya hemos
dicho estas cámaras no están pensadas exactamente para “proteger”
a los vecinos, o al menos no a los actuales, sino a los que vengan
después de la limpieza y del éxodo. Por esto resulta más trágico
que cómico comprobar cómo existen comerciantes y vecinos,
angustiados por las ondas de choque de una convivencia cotidiana en
la que todo conspira para hacerla saltar hecha pedazos, que apoyan la
instalación de las cámaras y que simultáneamente protestan por los
planes de peatonalización del barrio o por el encarecimiento de los
alquileres, sin dar muestras de entender que ambas iniciativas forman
parte de un mismo esfuerzo, un mismo plan en el que ellos también
van fuera, que ese plus de supuesta seguridad no lo han puesto en
marcha para ellos, sino para los que vendrán. Y como en el Nueva
York de los Conejos Muertos, para aquellos que vivimos y morimos en
estos días de aburrimiento y cobardía todo lo que conocíamos y
amábamos habrá desaparecido, porque hagan lo que hagan para
reconstruir esta ciudad, en el futuro será como si nadie supiera que
una vez estuvimos aquí.
Pero todavía
estamos, y tampoco queremos irnos, ni que nos echen.
Por eso sólo se
nos ocurre respecto a la videovigilancia lo mismo que un día se dijo
respecto a los curas, con los que comparte funciones análogas de
censura, inquisición, inhibición y represión de las pasiones y de
la libertad: que está bien hecho todo lo que se haga contra ellas, y
que sólo puede fallar la intención de perjudicarlas.
A fin de cuentas,
¿acaso no ofrece el barrio un testimonio palpable y cabal de lo que
significan tales palabras?
Grupo surrealista
de Madrid
NOTAS
Era en el Buen
Retiro donde se solían instalar los “museos vivientes” que
deleitaban a nuestros abuelos, y el lago del Palacio de Cristal se
construyó precisamente para que pudieran lucirse las canoas de los
“malayos” en una exposición colonial de Filipinas en 1887. En
1900, por el módico precio de una peseta se podía asistir a un
“desayuno esquimal a base de pescado y carne seca”, y tres años
antes eran los ashantis, “raza poco inteligente de figura tan
bestial que se les podría confundir con un orangután”, los que
vivaquearon en el entrañable parque, dando ocasión a que los sabios
antropólogos asistieran a un parto. En el caso de los esquimales fue
una muerte, o mejor muchas, ya que de cincuenta ejemplares exhibidos
sólo nueve volvieron a su tierra de origen. Lo mismo sucedió con
filipinos y ashantis, pero como no hay mal que por bien no venga, sus
restos han terminado enriqueciendo los fondos del Museo de
Antropología, dando un bello ejemplo de sacrificio por la ciencia
más allá de la muerte… (“Los zoos humanos en España e Italia”,
Lola Delgado y Javier Lozano, en Zoos humains, Editions La Découverte
2002).
Las Escuelas
Pías, quemadas por los anarquistas en 1936, han permanecido en
ruinas hasta el año 2005 en que se convirtieron en la biblioteca de
la UNED, mientras que se dejó sorprendentemente intacto el cartel de
la fuente de la plaza de Cabestreros donde se recuerda que esa fuente
fue construida bajo el gobierno de la República.
Las reformas
urbanísticas de los últimos años en Madrid, aparte de otras
consideraciones, no apuntan sino a esto: dar un aspecto exterior
uniforme a todos los barrios (aceras, mobiliario urbano…), para que
también lo sean por dentro.
Como dice el ABC,
“también será vigilada un área muy específica, como Tirso de
Molina, donde se han hecho fuerte los colectivos antisistema, muchos
de ellos, de gran violencia” (“La videovigilancia blinda Lavapiés
con 48 cámaras y llega por primera vez al Rastro”, ABC,
17-5-2009). No seremos nosotros quienes les llevaremos la contraria.
La ausencia
sorprendente de cámaras en la zona a la izquierda del mapa, que
corresponde con el Rastro, puede deberse simplemente a una cuestión
de oportunidad y de tiempo: si ya “ha llegado por primera vez”,
ha sido para extenderse y quedarse para siempre.
Así lo reconoce
la propia Scotland Yard en Londres, ciudad pionera de este engendro y
de tantos otros (“La videovigilancia contra el crimen en Londres
fracasa”, Público 25-8-2009). En puridad no se puede hablar ni de
fracaso ni de despilfarro, ni siquiera teniendo en cuenta factor
explícito que justifica esa videovigilancia, la seguridad del
ciudadano, siempre que la traduzcamos en novolengua: conseguir un
ciudadano que sea seguro, es decir, asustado, sumiso e
inofensivo.
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