El artículo aborda la problemática,
hasta ahora tan escatimada, de la existencia de micropartículas
plásticas. Por doquier. Y que distan de ser inocuas o
insignificantes por ser de tan reducidas dimensiones.
Monsanto… hasta de sus últimas
sílabas se podría extraer una filosofía de la inversión de la
verdad, de que todo resulta opuesto a lo proclamado…
Monsanto es el agente clave para la
expansión de la agroindustria que le ha significado a la humanidad,
el campesinicidio más generalizado (lo cual en cifras no tiene
parangón con ningún otro trastorno demográfico y ocupacional en la
historia humana; baste pensar que hace un siglo las sociedades podían
tener un 75% o un 90% de población dedicada a tareas rurales y hoy
se estima en 2%, 4%, 10% la población “dedicada al campo” en la
inmensa mayoría de los estados del orbe).
Esa “extirpación” del campesinado
no es el mero avance de la humanidad; no es el canto al
progreso-siempre-mejor que nos insuflan desde los centros de poder;
es una suma algebraica de avances y retrocesos de los cuales la
historia oficial solo nos muestra, siempre, “los avances”.
Hay un formidable avance en los medios
de comunicación y en los de transporte, pero también una pérdida
de experiencia y conocimiento para tratar a la naturaleza, por
ejemplo.
Pero Monsanto dista mucho de haber sido
–y seguir siendo− únicamente el pivote de la “La Revolución
Verde”, la agroindustria y la contaminación de los campos.
Durante la guerra que EE.UU.
desencadenó para imponer la democracia en Vietnam (y que tras 14
años tuviera que abandonar), por métodos, no precisa-mente muy
democráticos, el papel de Monsanto fue protagónico: proveedor,
aunque no exclusivo, de Agente Naranja; el agrotóxico que la
aviación de EE.UU. diseminó masivamente en los campos vietnamitas
para “quitar el agua al pez”. [1]
Pero las contribuciones monsantianas
vienen de tiempo atrás. Fundada en 1901 para elaborar productos
químicos inicialmente dedicados a sustituir alimentos naturales,
−los cada vez más conocidos y difundidos aditivos alimentarios−
como, por ejemplo, vainilina para cortar la dependencia culinaria
hacia las islas Célebes de donde se la extraía tradicionalmente.
Tal comienzo debía haber abierto los
ojos de los contemporáneos. La sacarina, uno de los primeros
producos de Monsanto, de la primera década del s.XX, ha sido
desechada por tóxica. Con su extremo dulzor con dejo amargo.
Con el paso del tiempo, su capacidad de
incidir en el “desarrollo tecnológico” se fue ampliando y la
consiguiente toxicidad de su producción también. Desde la década
del ’20 produce PCBs, los temidos polibifenilclorados que luego de
décadas de uso “inocente”, o más bien impune, se iban a revelar
con una altísima toxicidad generando innumerables cánceres
infantiles.
En la década del ’30, significativa
y sintomáticamente Monsanto se convierte en productor de primera
línea de otro gran triunfo de la modernidad ciega y soberbia,
derrochando venenos en el planeta, expandiendo el uso de los
termoplásticos, encontrándose así en los puestos de “vanguardia”
para el envenenamiento planetario. Estos plásticos, como los
anteriores (rígidos) tenían un rasgo que debía haber hecho
reflexionar un tanto: eran materiales no biodegradables. El idioma
humano no tenía siquiera una palabra para enunciar semejante
realidad. Hasta los “logros” de la petroquímica, nuestros
materiales, nuestros objetos, eran naturaleza. Y por lo tanto, a la
corta o a la larga, “volvían” a ella; una suerte de reciclado (a
veces muy complejo, pero siempre total). Pero con los plásticos se
rompen los ciclos naturales (para no mencionar los bióticos, ahora
amenazados). La naturaleza no puede reabsorber, reasimilar productos
engendrados de tal modo que han perdido todo parentesco con el mundo
natural.
Lo que podía haber sido una
advertencia sobre un camino ominoso fue en cambio muy bien recibido
para abaratar costos, mejor dicho para abaratar los costos del
capital. Que prefiere productos baratos en lugar de buenos. Una
cuestión de rentabilidad, pero empresaria, no social, aunque todos
sus argumentos se basan en que se trataría de rentabilidades de la
sociedad.
Con el horizonte de una guerra
inminente y el recuerdo de la anterior con sus peripecias en las
trincheras, los soldados asolados por chinches y piojos,
investigadores se dedicaron a pergeñar insecticidas. Así Monsanto
trajo al mercado el DDT (descubierto por un técnico suizo alemán en
1939), una solución radical a las vicisitudes provocadas por
insectos. Sin embargo, la guerra que se desata en 1939 no tendrá
trincheras; la aviación y los bombardeos cambiarán el panorama y la
estructura de las guerras, y los insecticidas quedarán arrumbados.
Por eso, en la posguerra, los laboratorios buscarán empecinadamente
nuevos usos a sus investigaciones y aplicaciones y empezará así la
aplicación de insecticidas a la agricultura. Será el momento del
combate químico a “las plagas”. Que hasta entonces se atendían
y enfrentaban mediante usos físicos o biológicos. Así llegaremos a
la Revolución Verde.
Monsanto resultó, una vez más, pieza
clave, pivot del Ministerio de Agricultura de EE.UU. (USDA) cuando en
los ’90 el gobierno norteamericano decide un plan alimentario
mundial, “basado en las pampas argentinas y las praderas
norteamiericanas”.[2] Cuando los emporios de la agroindustria
estadounidense se sintieron fuertes como para administrar los
alimentos del planeta.[3] Este plan se desencadena a partir del
recurso de la ingeniería genética aplicada a alimentos, con la
producción masiva y en permanente expansión de alimentos
transgénicos.
Antes, Monsanto había tenido el dudoso
honor de patentar otro edulcorante, probablemente más tóxico que la
problemática sacarina: el aspartamo.
Son varios, entonces, los “aportes”
a una alimentación degradada, tóxica, como por ejemplo la
somatotropina bovina, una hormona que ha sido rechazada de plano en
los mercados europeos, por ejemplo (aunque en EE.UU. se la consume
libremente). Fue diseñada para aumentar la producción de leche y
los reparos provienen de que diversas investigaciones la asocian
fuertemente con cánceres de mama y de próstata.
La “perla” de tantos nefastos
aportes, siempre tolerados por la autoridades sanitarias de EE.UU. y
sus satélites y claramente adoptados y aplaudidos por el mundo
empresarial “moderno”, ha sido el tratamiento y el procesamiento
de los plásticos que no son alimento pero que tienen una insidiosa
cualidad y están muy vinculados a los alimentos. Como ya es de
público conocimiento, las montañas de plásticos; los basureros
gigantescos compuestos en un 90% de material plástico, las islas
oceánicas, flotantes, con superficies mayores a las de los más
grandes países del planeta, constituyen un problema de creciente
actualidad.
Pero se trata de un problema menor,
pese a su envergadura, ante la cuestión de otro aspecto descuidado
de los desechos plásticos: sus micropartículas. Que están urbi et
orbi.
Como lo plástico, ya dijimos, no es
biodegradable, la erosión va achicando, rompiendo, despedazando los
envases, las bolsas, hasta perderse de vista. Pero así,
microscópicas, siguen siendo partículas. Que no se biodegradan, que
respiramos e ingerimos a diario.
Una cancha de fútbol de pasto
sintético, debido a la fricción a que su superficie es sometida, es
un sitio “ideal” para la producción de micropartículas
plásticas.
La erosión en general; el agua y el
viento producen permanentemente micropartículas plásticas.
Hay quienes empiezan a preguntarse a
dónde van las partículas que se desprenden permanentemente de los
materiales plásticos que están prácticamente en toda nuestra vida
cotidiana. La pregunta es, como siempre, tardía. Porque el sentido
común ha cedido el paso al lavado de cerebro que nos encanta y
cautiva con lo novedoso, lo moderno.
Finalmente, la Universidad de
Newcastle, Australia, tras laboriosos conteos de material “invisible
a los ojos” ha establecido magnitudes aproximadas de consumo
involuntario de micropartículas plásticas: unas cien mil al año,
que traducido en peso equivaldría a unos 250 gramos. Otra estimación
que han hecho con semejante ingestión: unas 50 tarjetas de crédito
al año (a razón de un peso de 5 gr.
por tarjeta, lo que equivale a
una tarjeta ingerida por semana, por vías respiratoria y
digestiva).[4] Porque las principales fuentes de ingreso a nuestros
cuerpos de tales micropartículas es mediante alimentos, agua y aire.
Se ha verificado, por ejemplo, que el
agua potable en EE.UU. tiene el doble de tales micropartículas
respecto de la correspondiente europea. (ibídem) Pensemos, un minuto
apenas, cuántas de tales partículas puede haber en las aguas
potables de países como Uruguay, Argentina, Brasil…
El mundo médico ha sido más bien
remiso en informar qué puede ocurrir en nuestros cuerpos con los
microplásticos. Y sin embargo, hay investigaciones de biológos como
los norteamericanos Théo Colborn, John Peterson Myers y Diane
Dumanovsky [5], por ejemplo, que a mediados de los ’90 relevaron la
presencia de partículas plásticas invisibles de policarbonato (PC),
de polivinilcloruro (PVC), en numerosos animales que presentaban,
junto con estos “alteradores endócrinos” diversas malformaciones
o trastornos en la vida sexual y reproductiva. Y, por ejemplo,
rastrearon la presencia de Bisfenol A (ingrediente del PC), un
reconocido alterador endocrino, en bebés (sus biberones estaban
hechos de PC).
Nuestra estulticia, no sabemos si tiene
precio, nos tememos que sí. Pero lo que es indudable es que es
inmensa.
[1] Técnica de las llamadas
contrainsurgentes empeñadas en debilitar los apoyos a los
guerrilleros clandestinos. Eliminar naturaleza y boscajes para quitar
lugares de escondites y protección. De paso, arruinar también la
provisión de alimentos…
[2] Dennis Avery, Salvando el planeta
con plásticos y plaguicidas, Hudson Institute, Washington, 1995.
[3] El plan, por suerte, resultó
insuficiente, sobrepasado por un planeta y una población
indudablemente mayor y más compleja que el diseño del USDA. Poco
después, los pretendidos diseñadores norteamericanos de la
alimentación mundial iban a tener que incluir a Canadá, Australia y
finalmente Brasil más zonas menores en el diseño del plan mundial
de control alimentario. (Véase Paul Nicholson, “Los alimentos son
un arma de destrucción masiva”, 2008,
www.rebelion.org/noticia.php?id=178160).
[4] Kala Senathiarajah y Thava
Palanisami, “How Much Micropolastics Are We Ingesting”, 11 junio
2019. Cit. p. J. Elcacho, kaosenlared, 13 jun. 2019.
[5] Our Stolen Future, Dutton, Nueva
York, 1996. Hay edición en castellano, España, 2006.
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