Por
Rosa
María Artal
31
de agosto de 2012
El
PP está llevando a cabo con inusitada presteza lo que parece un
cambio del modelo de Estado en España. Se apoya en la mayoría
absoluta que otorgaron a Mariano Rajoy 10.830.693 ciudadanos, el
30,37% del electorado. Conviene recordar que con más porcentaje y
más votos, Zapatero no la consiguió en los dos anteriores comicios.
No cabe poner en entredicho la
legalidad del Gobierno del PP de acuerdo con nuestras leyes
electorales, pero sí preguntarse –a la vista de sus actuaciones–
si no está aplicando una mayoría “absolutista” para obtener los
fines que persigue. De entrada elude a casi el 70% del electorado que
no apostó por Mariano Rajoy. Tampoco da la impresión de pensar en
cuántos ciudadanos se inclinaron por él creyendo –en el más
estricto sentido de la palabra– que solucionaría la crisis. Lo más
grave sin embargo es la torsión del propio concepto de democracia,
no solo en actitudes, sino en leyes que se han puesto en vigor.
Un
Gobierno democrático ha de atenerse a normas y convenios de mayor
rango que los resultados electorales. Para empezar, España es “un
Estado social y democrático de Derecho”, según consagra el
Artículo 1º de la Constitución. Social, no mercantil. Y por tanto
asegura una serie de derechos a los ciudadanos.
El
derecho a la sanidad, por ejemplo. Está recogido en la Constitución
española, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y
está declarado desde 2010 por la ONU –de la que formamos parte–
“Derecho Humano esencial”. Pues desde este 1 de septiembre, el PP
deja sin sanidad pública gratuita a más de 150.000 emigrantes y
numerosos españoles que no cumplen los requisitos de una salud
pagada en virtud de contratos de trabajo.
La
reforma laboral tampoco parece ajustarse
escrupulosamente a
varios artículos constitucionales: el derecho al trabajo (artículo
35), el derecho a la negociación colectiva (artículo 37) o el
derecho a la libertad sindical (artículo 28). El Gobierno –y su
prensa afín– atacan en particular a los sindicatos.
Por
muchos que sean sus errores, su labor también está avalada por la
Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 23.4:
“Toda
persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la
defensa de sus intereses”.
En este sentido, que hayan dejado de ser vinculantes los convenios
laborales en las negociaciones colectivas sitúa al trabajador en la
indefensión ante el empresario. Agravada de día en día en el país
que ostenta el récord de desempleo del mundo desarrollado.
Estamos
viendo cercenado el derecho a la justicia con las leyes de Gallardón
–que prácticamente reservan los recursos a las sentencias a los
más ricos y que han sido protestadas por el propio poder judicial–
o la supresión o restricción de los turnos de guardia de oficio en
algunas comunidades autónomas. Asistimos atónitos a presiones
gubernamentales para adoptar determinada postura como ocurrió para
intentar salvar
a Dívar. La
separación de poderes es consustancial a la democracia
.
Sería
prolijo para un artículo enumerar lo que no es sino una actitud. ¿La
que expresó en el Congreso de los Diputados el exabrupto de la
popular Andrea Fabra? Recortes e incrementos nada inocentes. Copagos,
merma de la ayuda a la dependencia y al desempleo, dificultad de
acceso a la cultura como si ese valor esencial fuera accesorio,
colegios segregados por sexo, discriminación de los alumnos en los
comedores según su poder adquisitivo, pavor a las tecnologías de la
información en los textos escolares, el aborto, la mujer tutelada de
nuevo, lafamilia,
la autoridad frente al diálogo… una vuelta al pasado, en
definitiva, con fuertes tintes del capitalismo salvaje al uso. Un
cambio del modelo social.
El
flagrante asalto a las radiotelevisiones públicas que han vuelto a
ser “de partido” y con destituciones arbitrarias debidas a la
inquina personal de dirigentes del PP, como ha ocurrido con Ana
Pastor en TVE. O el de Javier
Gállego y su Carne Cruda de
Radio 3 (RNE) por ser crítico, libre y brillante como pocos.
Con
una gestión económica nefasta hasta límites que ni los más
críticos y conocedores de datos podían anticipar, con un país a
las puertas de un segundo rescate, en el que todas las cifras
económicas se desmoronan y pierden los ciudadanos calidad de vida y
derechos en cascada, el PP se desliza por terrenos peligrosos en el
modelo de Estado en el que está empecinado.
Y,
además, la agenda del presidente como secreto inviolable.
Comparecencias parlamentarias –de Rajoy y de todo su equipo– que
son sistemáticamente rechazadas por la mayoría absoluta. O la
ausencia de auténticas entrevistas periodísticas y ruedas de
prensa.
Hemos
visto inducir conceptos perversamente erróneos que no parecen
basados solo en la ignorancia, al asegurar varios miembros del
partido gobernante que “la soberanía popular reside en el
Parlamento”, según atestigua el vídeo, por ejemplo, de la
ministra Fátima
Báñez.
Es en el pueblo donde reside, y las Cortes la representan.
Un
Gobierno ha de gobernar, pero ¿hasta dónde llegan las prerrogativas
de su mayoría absoluta? Si decidiera –que de ningún modo es el
caso– abolir la propiedad privada, ¿sería legítimo también?
Pues muchas acciones en la línea ideológica del PP asisten al mismo
contrasentido.
El
ensañamiento con los funcionarios del sector público por ejemplo,
está destinado tan solo a privatizar servicios esenciales de este…
Estado social que costeamos con nuestros impuestos, en beneficio de
unos pocos.
¿Todo
vale con las mayorías absolutas? Terribles ejemplos del pasado hacen
temer que no. La relajación actual de los valores democráticos o la
prioridad del pago a la especulación sobre las necesidades de los
ciudadanos dibujan inquietantes escenarios. También se decidió la
inclusión de esa prelación en la Carta Magna, sin más trámite,
por la mayoría de PSOE y PP, en este caso juntos.
Es
la inacción de la sociedad la que posibilita estas conductas
desviadas de las que se convierte en cómplice. No basta con acudir a
las urnas. Cuando creemos en fundamentos básicos de nuestra
convivencia, como es el valor democrático del voto, hay que pensar
en sus condicionantes. Nadie como José Luis Sampedro definió mejor
lo que nos ocurre, yendo a las auténticas causas de la situación
que nos está llevando al abismo:
“¿Democracia?
Es verdad que el pueblo vota y eso sirve para etiquetar el sistema,
falsamente, como democrático, pero la mayoría acude a las urnas o
se abstiene sin la previa información objetiva y la consiguiente
reflexión crítica, propia de todo verdadero ciudadano movido por el
interés común. (…) Se confunde a la gente ofreciéndole libertad
de expresión al tiempo que se le escamotea la libertad de
pensamiento”.
Vivimos
tiempos muy duros que pueden llevar a perversiones indeseables. Leyes
y factores por modificar, de forma apremiante ante el cariz de los
acontecimientos. Pero cuando se ha incumplido el programa y las
promesas electorales, cuando la palabra de Rajoy (y de su equipo) es
papel mojado tras la lluvia de los hechos caída sobre él, y cuando
asistimos al cambio de un modelo de Estado, lo mínimo que se le
puede pedir a un partido democrático es que coteje en las urnas si
ésa es la voluntad de la mayoría real y convenientemente informada.
Nuevas elecciones. ¿Con este panorama político? Esa es ya otra
historia que también habrá que contar.
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