El fraude por el que GlaxoSmithKline
debe pagar una multa astronómica obedece a la estrategia de ‘crear’
patologías para vender más. El Paxil se presentó como ‘la
píldora de la timidez’
GSK
y Abbott han pagado multas millonarias por malas prácticas. / GETTY
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En el trasfondo de estas multas
multimillonarias subyace el giro estratégico emprendido por algunos
laboratorios a finales de los años ochenta para incrementar los
beneficios, no por la vía de obtener nuevos y mejores fármacos,
algo que resulta cada vez más costoso, sino por la de conseguir
nuevas indicaciones para sus viejos medicamentos. Esta estrategia
incluye la creación artificial de enfermedades, lo que en inglés se
conoce como disease mongering, es decir, el intento, muchas veces
culminado con éxito, de convertir procesos naturales en la vida como
la menopausia, la tristeza o la timidez, en patologías susceptibles
de ser tratadas con fármacos.
EEUU castiga las dádivas a médicos o la ocultación de efectos indeseados
Dos casos han contribuido a afianzar la
imagen de villana que acompaña a la Big Pharma, para disgusto de los
laboratorios serios y comprometidos, que deploran este tipo de
comportamientos. El papel de héroe lo ha asumido en este caso el
Gobierno de Estados Unidos, que bajo la presidencia del demócrata
Bill Clinton decidió acabar con los abusos y desmanes en que
incurrían algunas farmacéuticas dispuestas a saltarse las normas de
la ética e incluso la ley para preservar la cuenta de resultados.
GlaxoSmithKline, la tercera mayor
farmacéutica del mundo, con una facturación de 33.998 millones de
euros en 2010, tendrá que pagar ahora 2.400 millones de euros por
haber promovido durante años la prescripción en menores de un
antidepresivo, el Paxil, autorizado únicamente para adultos por los
efectos adversos demostrados en pacientes jóvenes; por haber
indicado otro medicamento, el Wellbutrin, para procesos en los que no
tenía actividad terapéutica demostrada, como la obesidad o la
disfunción sexual; y por haber ocultado que uno de sus medicamentos
más vendidos, el Avandia, aprobado para tratar la diabetes,
aumentaba el riesgo de afección cardiaca.
La
obtención de nuevos fármacos resulta más cara que explotar los
viejos
El de GSK ha sido considerado el mayor
fraude de la historia, pero no era el único. En mayo, la
farmacéutica Abbott llegó a un acuerdo similar y aceptó pagar unamulta de 1.225 millones de euros por haber extendido el uso de un anticonvulsivo aprobado en 1983 para tratar la epilepsia y el
trastorno bipolar, a otras patologías en las que no tiene ninguna
eficacia probada, como la agitación en ancianos con demencia senil.
El laboratorio pagó durante 10 años a médicos y residencias de
ancianos para que prescribieran el fármaco. También Pfizer aceptó
pagar en 2009 una multa de 1.800 millones de euros por la promoción fraudulenta de otros 13 medicamentos.
En la mayor parte de estos casos
subyace una misma estrategia: promover de forma fraudulenta el uso de
fármacos en afecciones en las que no están indicados. Y una vez
logrado, ocultar los efectos adversos para evitar perder mercado. La
comercialización de Paxil en 1999 es un ejemplo paradigmático de
disease mongering. Hasta ese momento se reconocía como entidad
patológica la agorafobia, un trastorno muy severo por el cual las
personas que lo sufren son incapaces de salir de casa y cuando lo
hacen, pueden sufrir ataques de pánico. El lanzamiento de Paxil se
centró en una nueva entidad, la fobia social, que daba mucho juego
puesto que podía abarcar desde formas leves de agorafobia a la
simple y llana dificultad para hablar en público. Paxil se presentócon gran acompañamiento mediático como la píldora de la timidez y
el laboratorio eligió para su lanzamiento en Europa la ciudad de
Londres, capital del reino donde, según el tópico, hay más
tímidos.
El Paxil era en realidad un viejo
antidepresivo, la paroxetina, que volvía al mercado con nuevos
ropajes y, por supuesto, nueva indicación. Cuando desde los foros de
salud pública se criticó al laboratorio por esta manipulación, sus
responsables culparon a la prensa de la distorsión. Pero en su
discurso ante la junta de accionistas, el que entonces era el máximo
ejecutivo de la división responsable del nuevo fármaco, Barry
Brand, fue bastante más sincero: “El sueño de todo comercial es
dar con un mercado por conocer o identificar, y desarrollarlo. Eso es
justamente lo que hemos logrado hacer con el síndrome de ansiedad
social”, proclamó, entre grandes aplausos.
Efectos adversos que no debían salir a la luz
En 2004 se supo que GSK había ocultado que entre los niños y adolescentes tratados con Paxil se producía una mayor tasa de pensamientos y conductas suicidas. Al ser descubierta, la compañía llegó a un acuerdo extrajudicial y se comprometió a publicar todos los datos de sus estudios clínicos. Mientras tanto, la investigación de este y otros casos motivó en 2007 un cambio legislativo en Estados Unidos que obligó a las farmacéuticas a publicar todos los datos de los estudios clínicos que hicieran. Esta normativa es la que permitió descubrir que GSK había ocultado también datos comprometedores de su fármaco Avandia, que se recetaba para tratar la diabetes.
La farmacéutica había iniciado en 1999 un estudio secreto para averiguar si Avandia era más seguro que su competidor Actos, de la empresa Takeda. Los resultados fueron desastrosos: no solo no era más eficaz, sino que presentaba un significativo mayor riesgo de daño cardiaco. Estos resultados deberían haberse comunicado a las autoridades sanitarias, pero en lugar de hacerlo, la compañía hizo todo tipo de maniobras para evitar que trascendieran. Una investigación del diario The New York Times reveló en 2010 diversos correos internos entre directivos en los que se advertía de que los datos del estudio no debían ver, bajo ningún concepto, “la luz del día”.
Los riesgos de Avandia fueron confirmados en un estudio independiente de un cardiólogo de Cleveland. GSK reconoció que conocía los riesgos de Avandia desde 2005, pero las investigaciones posteriores indican que la compañía ya tenía conocimiento de los efectos adversos no declarados desde antes de su comercialización, en 1999, y no solo permitió que se prescribiera sin ninguna advertencia, sino que hizo todo lo posible por ocultarlo sabiendo que había alternativas más seguras para los pacientes.
Que Avandia mantuviera su cuota de mercado era una cuestión estratégica para GSK, en un momento en que su portafolio estaba huérfano de nuevos productos. Entre los documentos conocidos ahora figura un informe interno, en el que la compañía evaluaba el coste que tendría la revelación de los efectos adversos: 600 millones de dólares solo entre 2002 y 2004. Efectivamente, la evolución de la compañía en Bolsa así lo acreditaba.
En la misma época que el Paxil se
comercializó toda una oleada de fármacos conocidos como las
píldoras de la felicidad destinados a librarnos, a golpe de
pastilla, de las angustias, temores, fobias y frustraciones que
inevitablemente nos acompañan en la vida. En la mayoría de los
casos eran principios activos con eficacia demostrada en muy acotadas
patologías. El objetivo de la estrategia de comercialización era
ampliar todo lo posible el campo terapéutico a cubrir.
En las últimas décadas, la industria
se debate entre el viejo paradigma de buscar nuevos o mejores
fármacos para las viejas y nuevas enfermedades, algo que resulta muy
arriesgado, y el que defienden los ejecutivos más agresivos, muchos
de los cuales no tienen ninguna relación con la farmacología,
partidarios de recurrir a otras estrategias para aumentar los
beneficios. Así se ha pasado muchas veces del viejo paradigma de
“enfermedad en busca de medicamento” al mucho más lucrativo de
“medicamento en busca de enfermedad”.
Esta estrategia, objeto de numerosos
artículos en las revistas médicas, suele articularse en tres fases.
En la primera se trata de identificar las patologías, próximas o no
a la indicación inicial, en las que podría justificarse de algún
modo la prescripción del fármaco. La segunda consiste en colonizar
los medios de comunicación con estudios, reportajes y entrevistas,
de apariencia independiente, sobre la importancia social de la
patología a tratar, y lo mucho que sufren quienes las sufren. Una
vez sensibilizada la población y las autoridades sanitarias, se pasa
a la tercera fase: ofrecer la solución. Para lograr este círculo
virtuoso es importante contar, si es posible, con el concurso de los
propios pacientes.
En 1999 la oficina de Nueva York de
PRNews contabilizó un millón de menciones del nuevo fármaco Paxil,
el único aprobado hasta ese momento contra la ansiedad social. Una
investigación posterior del diario The Washington Post reveló que
entre 1997 y 1998 se habían publicado más de 50 reportajes extensos
en la prensa norteamericana sobre lo terrible que era la ansiedad
social y lo mucho que estaba aumentando.
A esa época pertenecen también los
dos fármacos que mejor simbolizan los grandes réditos de esta
estrategia: Viagra y Prozac. Poco antes del lanzamiento de Viagra,
los problemas de la disfunción eréctil tuvieron una sorprendente
atención en los medios de comunicación. Entre los estudios de mayor
eco mediático figuraba uno que revelaba que nada menos que el 72% de
los hombres entre 40 y 70 años de Estados Unidos sufrían algún
tipo de dificultad a la hora de conseguir la erección, lo cual
resultaba terriblemente alarmante para los expertos que opinaban
sobre el tema. La píldora azul ha tenido tal éxito que no solo se
prescribe en los casos de auténtica disfunción eréctil, sino en
muchos otros en los que es dudoso que tenga alguna eficacia.
Últimamente se usa también con fines recreativos, para prolongar la
erección. No existen estadísticas precisas de las víctimas,
incluso mortales, de estos abusos, pero las hay.
Para
vender Prozac, los laboratorios se dirigían al usuario, no al médico
La fluoxetina, el principio activo de
Prozac, se aprobó en Estados Unidos en 1992. Llegó a España en
1997 precedida por una intensa y exitosa campaña que incluía
menciones elogiosas en obras literarias y cinematográficas. La
comercialización de Prozac incorporó una novedad: por primera vez
los laboratorios no se dirigían a los médicos para aumentar la
prescripción, sino a los posibles usuarios. Como era de esperar,
batió el récord de progresión de ventas de un fármaco. Ya en el
primer año se vendieron dos millones de unidades, la mayor parte con
cargo a la Seguridad Social, a la que se le pasó una factura de
9.200 millones de pesetas.
Para hacerse una idea de lo que esa
cifra representa basta con recordar que el lanzamiento de Prozac
coincidió con la promulgación de la normativa que introducía en
España la comercialización de genéricos y el sistema de precios de
referencia. La aplicación combinada de esas dos medidas debía
producir el primer año un ahorro de 8.000 millones. Prozac se comió
todo el ahorro previsto.
Siguiendo fielmente la pauta del
disease mongering se presentó también el fármaco que debía ayudar
a las mujeres a superar esa fase tan terrible de la vida que es la
menopausia, protegerlas del infarto y la osteoporosis y garantizarles
poco menos que la eterna juventud: la controvertida terapia hormonal
sustitutoria. De nuevo llegó al mercado precedida de un gran número
de reportajes e informes sobre las consecuencias de la menopausia,
que no solo trae sofocos, sequedad vaginal, aumento de peso y
dificultades para dormir, sino graves riesgos para la salud. Varios
estudios habían mostrado que la caída de estrógenos tras la
menopausia hace perder a las mujeres la protección que tenían
frente al infarto y acelera la pérdida de masa ósea. Todo ello era
cierto, pero no lo era tanto que el nuevo fármaco tuviera los
efectos protectores que proclamaba. A pesar de ello, se presentó
como la gran panacea. Como ocurrió en otros países, los jefes de
ginecología de los principales hospitales españoles convocaron a la
prensa para recomendar que la terapia fuera administrada con carácter
preventivo a todas las mujeres a partir de los 50 años y por un
periodo de por lo menos 10. Afortunadamente, la Seguridad Social no
les hizo caso.
Intensas
campañas reclaman el reconocimiento de nuevos síndromes
Durante los años siguientes se produjo
un goteo de estudios que alertaban de los posibles efectos adversos
de esta terapia. En 2002, cuando en España ya la habían tomado más
de 600.000 mujeres y en Estados Unidos más de 20 millones, llegó el
“jarro de agua fría a la eterna juventud femenina”, para
utilizar la expresión con que tituló la crónica el diario The New
York Times. La FDA interrumpió de golpe un estudio en el que
participaban 16.000 mujeres, el Women Health Iniciative, que debía
demostrar todas las bondades y efectos preventivos por los que se
estaba recetando. El estudio debía finalizar en 2005, pero los
resultados preliminares indicaban que el tratamiento no solo no tenía
los efectos protectores sino que a partir de los 5,2 años de
tratamiento, aumentaba el riesgo de sufrir cáncer de mama invasivo y
accidente cerebro-vascular. Con el tiempo se ha visto que el fármaco
tiene su utilidad en casos muy concretos y muy cuidadosamente
evaluados, pero nunca debe administrarse, como se pretendió, como
tratamiento preventivo con carácter general y menos como “píldora”
para combatir el miedo a envejecer.
Mientras tanto, nuevos síndromes han
aparecido y son objeto de intensas campañas para que se les
reconozca como patología tratada. Nuevos fármacos se suman a la
estrategia del disease mongering. La polémica se centra ahora en el
amplio abanico de los trastornos de la personalidad, el desorden
bipolar y el déficit de atención.
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