martes, 16 de diciembre de 2014

Carta desde la mina

Dedicado a Aquilino Vázquez Fernández
Roberto Fernández Álvarez

Carta desde la mina

Era otoño cuando me presentaron a Gunda Fred. La trajeron engañada a mi consulta para ver si le faltaba alguna vitamina, y ella se dejó venir. De 'español sólo sabía algunas palabras amables; cuando no entendía decía que sí con los ojos y con la cabeza. También asintió cuando le propuse un plan para tratar su enfermedad, pero me advirtió con su mirada de agua de lo inútil de mi insistencia: la oportunidad de la medicina científica había expirado.

Gunda aportaba un argumento para ella irrebatible: un día, por error, puso al alcance de su perro la dosis diaria de pastillas que tomaba para tratar la artritis reumatoide. Tras engullirlas, Trudel apoyó las quijadas en el suelo del jardín y comenzó a deshacer la nieve con los dientes. No llegó a alcanzar el muérdago que, tapado por un velo blanco de espesor infinito, acaso le hubiera salvado la vida.

Aquella imagen fue reveladora: el mal era invención del ser humano; el bien yacía en la naturaleza, pero alcanzarlo no era fácil, había que descubrirlo debajo de una densa capa de sufrimiento.

Lo primero que hizo fue buscar un punto geográfico donde apenas interviniesen las nevadas, aunque debería poder contemplarse la nieve a lo lejos, para recordar que acecha o, acaso, por la inconsciente nostalgia de Vordingborg. Pero era preciso que hiciesen acto de presencia las cuatro estaciones con los cuatro elementos que componen el universo: la tierra floreciendo, el fuego purificando, el aire arrastrando las hojas muertas, el agua renovando el ciclo de la vida.

Abandonó todo tratamiento químico y recaló en Ourense, que por añadidura ofrecía la saliva caliente del centro de la tierra. Si ella sabía recibirla, sin duda el agua sabría curarla.

Las termas mordieron sus articulaciones tumefactas y las aguas ingeridas a jarras llenas empujaron fuera de la sangre las últimas moléculas del fármaco. Creo que por eso empeoró, pero tal vez ella tuviese razón: si seguía viviendo en discordia con la naturaleza, difícilmente podía solicitar su amparo.

Dejó de comer carne, que pronto pasó a equiparar con un veneno, y el sacrificio de animales con un asesinato. Leve mejoría durante dos quincenas. Luego, le pareció beneficioso evacuar todos los días, pues la putrefacción de los residuos en el interior de su vientre podría ser fuente de enfermedad; diariamente, a la misma hora, se encuclillaba al lado de un manzano hasta que su intestino entregaba a la tierra lo que la tierra le había dado. También abandonó la leche, los huevos, dejó de vestir lana y cuero y todo cuanto situase al animal en régimen de servidumbre respecto del humano. Empeoró, y esa fue señal inequívoca de que cuanto hacía todavía no era suficiente.

Un día me avisaron para pasar a reconocerla. Tenía una casa de alquiler con un huerto extenso. Al principio lo trabajaba ella a tropezones. Agarraba el mango de la azada con sus dedos duros y revirados, como pinzas de lubrigante. Luego lo sujetaba con la flexura de los codos. Jamás pidió ayuda; pero una vecina se compadeció de ella por llamarse Gunda Fred y acudió a espabilarle las judías y erguirle los tomates. Aceptó el favor a condición de no aplicar plaguicidas ni eliminar las malas hierbas, que también tenían derecho a la vida. Tampoco se podía utilizar el riego, pues ya la naturaleza disponía la lluvia cuando lo consideraba conveniente. Hablaba a las plantas, sí, con palabras dulces pronunciadas en un danés susurrado, con sabor a mantequilla.

Cuando yo llegué no la encontré en la casa, que estaba abierta y perfectamente ordenada como si nadie la hubiese habitado en años. La llamé; el silencio era tan vasto que se oían crujir los tallos de centeno en la era. La encontré en la orilla norte del prado, gateando sobre la hierba. Por sus nalgas desnudas, muy coloradas, se paseaban algunas moscas que ella, por falta de fuerza o por respeto, no ahuyentaba. Extrañamente, conservaba aún aquella gordura primigenia de vasija llena. Volví a lIamarla. Por un momento dejó de tronchar el heno con sus dientes cuadrados y volteó lentamente la cabeza. Me miró con un solo ojo y,muy amablemente, mugió. O tal vez dijo algo en danés que no alcancé a entender.
Soy médico y nunca me importaron los horarios. Cuando mis pacientes me necesitaban yo estaba ahí, siempre luché por ellos, por su bienestar. Ahora la paciente soy yo, desde hace 6 años lucho con uñas y dientes contra mi enfermedad y a mi alrededor solo encuentro trabas e incomprensión.

Un fatídico día en mi centro de trabajo tras un vertido accidental de gasoil, desarrollé una sensibilidad química múltiple que cambió mi vida y la de todos aquellos que me rodeaban. Poco sabía entonces sobre la enfermedad aunque no tardaría en averiguarlo. Cuando estudiaba Medicina en la facultad nadie nos habló de su existencia, poco a poco fui recabando información aunque no fue fácil.

He tenido qué cambiar el trabajo asistencial por el burocrático y me he visto obligada a dejar de acudir a actividades que me gustaban (cine, teatro, conferencias) y a evitar tiendas y lugares que utilizan ambientadores. Mi vida social se ha restringido a los lugares y actividades que puedo tener "bajo control", siempre informando previamente sobre mi problema y solicitando la colaboración del resto de participantes, arriesgándome aún así a que un día se olviden de que cuando están conmigo no pueden ponerse su perfume o colonia habitual, de manera que ese día tenga que marcharme a casa sin poder participar en esa actividad.

Vivimos en un hermoso país con una Constitución que contempla los derechos de sus ciudadanos, uno de los cuales es el derecho a la salud; diversas leyes lo desarrollan y amplían, también se protege la intimidad y los datos personales, sin embargo nada de esto vale con los enfermos de sensibilidad química múltiple por 2 razones fundamentales: nuestra enfermedad no está reconocida por el Sistema Nacional de Salud y no podemos pedirle a los que nos rodean que dejen de utilizar determinados productos sin explicarles nuestra enfermedad.

A veces yo prefiero decir "es que soy alérgica a esos productos", quizás porque la gente entiende mejor ese término que el de intolerancia química, pero la sensibilidad química múltiple es en realidad una intolerancia adquirida a productos químicos diversos, sus síntomas son reproducibles con la exposición química repetida y aparecen ante niveles muy por debajo de los rangos establecidos como límites de exposición profesional para agentes químicos, su carácter es crónico y no existe ningún tratamiento curativo siendo la evitación de las reexposiciones la medida más eficaz.

Soy consciente de que muchas personas no van a entender lo que escribo y seguirán pensando que somos vagos, rentistas o simuladores entre otras muchas cosas, sin embargo solo somos personas que han tenido la desgracia de "adquirir" en el camino de su vida esta enfermedad y que, al igual que aquellos canarios avisaban en las minas de la existencia de gas grisú al morir, permitiendo con ello que los mineros salieran a tiempo, nosotros estamos avisando de que no se puede vivir en un mundo lleno de productos químicos cuyo efecto es desconocido, sumatorio e imprevisible para los seres humanos.

Si esta carta ha servido para que todo aquel que la lea reflexione y se dé cuenta de que esta enfermedad no existía cuando no había productos químicos y que ahora, cada vez es más frecuente, yo no habré perdido el tiempo al escribirla porque está en nuestras manos cambiar el rumbo, en la de todos y cada uno de nosotros, ¿o acaso algún minero se quedaba esperando en la mina cuando veía morir al canario?

AIRIENSIS, Nº 32 Segunda Época – Octubre 2014, pag. Nº 26
ILUSTRE COLEXIO OFICIAL DE MÉDICOS DE OURENSE

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