Cada una en su pequeño mundo, en su
provincia, se lanzó a combatir a un enemigo letal: las fumigaciones
en el campo. Ellas siguen luchando por un ambiente que no enferme a
su familia, a todos. Ésta es su historia contada por una periodista
que colabora en Para Ti y que acaba de publicar el libro La Argentina
fumigada.
Alguna vez, el ambientalista uruguayo
Eduardo Gudynas no dudó en caracterizar a los conflictos por el
medio ambiente como “luchas de mujeres”. En el caso de las
mujeres del campo, en cada pequeña comunidad agrícola de la
Argentina se desató hace veinte años (en 1996, con la llegada de
los cultivos transgénicos tolerantes a herbicidas) un vendaval
químico del que ellas fueron testigos forzosos. Algunas, como Andrea
Kloster –de San Salvador, Entre Ríos– tomaron conciencia de que
algo no estaba bien cuando notaron que cada vez más vecinos se
enfermaban y morían de cáncer, lupus, hipotiroidismo. En el caso de
las cordobesas Julia “Chabela” Lindon, Marcela Ferreyra, Norma
Herrera y Eulalia “Vita” Aylón, el golpe fue todavía más
doloroso. Vecinas del Anexo Ituzaingó, una barriada a media hora de
Córdoba capital, todas tenían un familiar enfermo de gravedad. Para
algunas fue un nieto nacido con una malformación; para otra, una
hija con cáncer a los tres años y, finalmente, un bebé perdido.
Para la maestra Ana Zabaloy, hasta hace muy poco directora de la
escuela rural Nº 11 de San Antonio de Areco, todo fue claro un día,
en plena clase. Allí, al paso de las fumigadoras terrestres por los
lotes de trigo y soja que rodean a la escuelita, los chicos se
ahogaban, convulsionaban, sangraban por la nariz. Son mujeres muy
distintas a las que un flagelo común unió, y también una vocación
compartida: luchar por las víctimas de un ambiente enfermo. Se
volvieron, todas ellas, guerreras del aire.
ANDREA KLOSTER, LA MUJER QUE HABLÓ. A
principios de 2014, la vida de Andrea Kloster (casada, mamá de tres
nenas idénticas a ella) era tan diferente que hasta le cuesta
recordarla. Será que en sólo tres años, su tranquila vida de
esposa y emprendedora (tiene una pequeña empresa de organización de
eventos) dio una vuelta campana. “Todo comenzó cuando supe a
través de la hija de una enfermera del hospital que ahí estaban
pasando cosas terribles. Gente enferma de cáncer, cada vez más
joven y hasta chiquitos enfermos de lo mismo”, cuenta. Así fue
como no sólo ella, sino también un grupo cada vez más amplio de
vecinos supieron que en su calmo pueblito de San Salvador, Entre
Ríos, algo malo estaba pasando. Los primeros cálculos, aun siendo
caseros, eran inquietantes: entre un tercio y la mitad de la
población moría de cáncer. Pensaron entonces que la mejor manera
de llamar la atención de las autoridades sería hacer una marcha del
silencio. Y, al cabo de unos meses, no hicieron una sino trece: con
globos, bajo la lluvia, con carteles. En el medio, el marido de
Andrea perdió su trabajo y casi todos los que al principio la
acompañaron se fueron yendo. A Andrea ya no la llamaron así sino
“la loca”. “La loca Kloster”, para ser más exactos.
Finalmente, el pedido de los vecinos (la visita de una universidad
pública para que hiciera un estudio en el lugar y les dijera
finalmente qué era lo que estaba pasando) sucedió a principios de
2015. Casi un año después estuvieron los resultados. ¿Primera
causa de muerte en la ciudad? Las “malignidades”. Esto es,
diversos tipos de cáncer. “Lo que le da de comer a la gente es
también lo que la está matando”, resumió luego de la
presentación de los resultados Andrea, con la misma seguridad de
siempre. “La loca Kloster”, después de todo, estaba en lo
cierto.
ELLAS MARCHAN. Son cuatro, y tan
distintas, que verlas juntas y marchando por la calle el 19 de cada
mes ya debería llamarnos la atención. Pero en realidad, lo
asombroso de ellas no es lo diferentes que son, sino lo parecidas que
las ha vuelto la vida. Son hoy, y desde hace quince años, el Grupo
de Madres del Barrio Anexo Ituzaingó, las mujeres que se animaron en
2002 a denunciar que la enfermedad asolaba su barrio, y que también
tuvieron el coraje para averiguar de qué se trataba. Marcela perdió
a Santiago, su bebé. Vita y Chabela tuvieron nietitos con problemas
de salud graves y Norma estuvo a punto de perder a Brisa, su hija, a
manos del cáncer cuando todavía usaba pañales. Pero, lejos de
quedarse quietas, ellas se movieron más que nunca. Chabela, la más
tímida, reconoce que salir a la calle al principio le dio mucha
vergüenza, pero ya no. En 2012, la Justicia les dijo que lo que
ellas siempre habían afirmado era verdad: el barrio había sido
fumigado ilegalmente y hasta la Organización Panamericana de la
Salud (OPS) habló en 2008 de un territorio contaminado. Hubo
condenas para el dueño del campo y para el fumigador, y en 2015 el
Tribunal Superior de Justicia de Córdoba confirmó el fallo. Pero
ellas, que siguen viviendo ahí, no saben aún a qué se están
exponiendo realmente. Por eso, para que se hagan los estudios que
piden, siguen visibilizando, marchando, yendo a hablar a cuanto
colegio y universidad las invite. Y tienen ganas de que nadie más
vuelva a pasar por lo que ellas han sufrido.
LA METAMORFOSIS DE ANA. Ana Zabaloy
entendió qué era eso de las fumigaciones y el impacto que éstas
podían llegar a tener en la salud de todos el día en que, en pleno
horario de clases, salió al patio y la ráfaga venenosa de una
fumigadora terrestre le dio en plena cara. “Se me durmió por
completo. Perdí la movilidad, fue muy desesperante”, cuenta. Por
esos días, y a lo largo de algo más de un año, la escuela de Ana
fue fumigada cuatro veces, con los chicos y las docentes adentro. Por
suerte, en una de esas oportunidades un equipo de investigadores de
la Universidad de La Plata llamado EMISA Plaguicidas estaba presente
en la escuela, analizando –a pedido de Ana– qué había en el
agua, en la tierra, en el aire. Los análisis de laboratorio
revelaron que bebían agua contaminada con agroquímicos y que el
aire que respiraban en primavera estaba también cargado de
agrovenenos. Diseñaron carteles de advertencia y finalmente se habló
con las autoridades. Hoy tienen una ordenanza al respecto y también
algo más: mariposas, que han vuelto al parque ahora que el aliento
letal de las máquinas está más lejos. “Vi el sufrimiento y el
nivel de exposición de todos los que vivimos o trabajamos en zonas
rurales, y especialmente los niños; por ellos, mis alumnos, fue que
alcé la voz. Porque ellos no pueden mudarse o exigir a las
autoridades. Están ahí, sin posibilidad alguna de defenderse. Es
simple: una vez que ves, ya no podés mirar para otro lado. Y yo vi,
y mi vida nunca más fue la misma”, concluye Ana.
texto FERNANDA SÁNDEZ
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