- El plástico está en lo que comemos, bebemos y en el aire que respiramos y representa una amenaza cada vez más importante para la salud humana
- En los años 50 el mundo producía dos millones de toneladas de plástico al año. Ahora son 330 millones de toneladas
John Vidal 07/04/2018
Anillas de plástico para botes de
cerveza se convirtieron en una prisión para esta tortuga. EFE
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Oeste de Gales, hace dos fines de
semana. Un viejo colchón que probablemente había estado en el mar
durante meses antes de ser arrastrado por la marea yace ahora
completamente empapado en una playa que de otro modo estaría limpia.
Al colchón le falta un gran trozo y el resto se está desintegrando.
Representa una amenaza para la fauna y flora del lugar, así que lo
arrastramos hasta una parte de la playa donde no llegan las olas con
el compromiso de volver para tirarlo cuando ya esté seco.
Sin embargo, ¿cómo te desprendes de
un viejo colchón formado por miles de millones de minúsculas
partículas de plástico que van perdiendo formaldehído y otros
productos químicos potencialmente peligrosos? ¿Lo quemas? ¿El
fabricante debería desplazarse y recogerlo? Pueden enviar sus
respuestas al ministro de Medio Ambiente, Michael Gove, que se ha
comprometido a frenar la marea de desechos plásticos y ha anunciado
una consulta sobre un programa de devolución de botellas de plástico
en Inglaterra, cuyo objetivo es lograr que la gente recicle más.
Hay que celebrar la iniciativa de Gove,
pero es anecdótica y no tendrá ningún impacto sobre el grave y
cada vez más importante problema del plástico. El programa está
pensado para personas que están hartas de acumular basura y para los espectadores de Planeta Azul, horrorizados por las imágenes de
pájaros tragando pajitas de plástico y tortugas ahogadas por bolsas
de plástico. Es como si un fumador empedernido renunciara a un solo
cigarrillo.
Desde que empezamos a utilizar
polímeros para fabricar productos de plástico a gran escala en los
años cincuenta, este subproducto de la industria petroquímica, que
utiliza alrededor del 6% de todo el petróleo que extraemos al año,
se ha extendido a innumerables procesos de fabricación. En estos
momentos el plástico es omnipresente y es imposible de evitar. Está
en nuestra ropa, en los envases, en las botellas, en los productos
electrónicos, en las bandejas de comida, en las tazas y en la
pintura.
Nuestros coches dependen de este
material, así como nuestros ordenadores, nuestros tejados y las
tuberías del desagüe. Es el material de embalaje preferido a nivel
mundial. Dormimos sobre él, lo usamos, lo miramos, y estamos en
contacto corporal directo con él de una forma u otra todo el día y
la noche.
Tal vez tenga grandes beneficios para
nuestra sociedad pero lo cierto es que una vez está entre nosotros,
el material más famoso de todos los que ha sido capaz de fabricar el
hombre no desaparece durante siglos.
Cuando se expone a la luz solar, al
oxígeno o a la acción de las olas, no se biodegrada, sino que
simplemente se fragmenta en pedazos cada vez más pequeños, hasta
que partículas microscópicas o de tamaño nanométrico entran en la
cadena alimenticia, el aire, el suelo y el agua que bebemos.
La popular serie Planeta Azul de BBC y
una serie de estudios científicos nos han hecho tomar conciencia de
la contaminación que azota nuestros océanos, pero todavía nos
falta información del impacto que muchos productos químicos
sintéticos y aditivos que se usan para dar al plástico sus
cualidades tienen sobre nuestra salud.
En los últimos años, se han
encontrado microplásticos y fibras diminutas, que miden el ancho de
un cabello humano o mucho menos, en una extraordinaria gama de
productos, como la miel y el azúcar, mariscos, agua embotellada y del grifo, cerveza, alimentos procesados, sal de mesa y refrescos.
El 95% de los adultos que participaron
en un estudio realizado en Estados Unidos presentaban bisfenol A en
su orina. En otro, se descubrió que el 83% de las muestras de agua del grifo analizadas en siete países contenían microfibras de
plástico. Un estudio publicado la semana pasada evidenciaba
contaminación plástica en más del 90% de las muestras de agua embotellada, que eran de once marcas diferentes. Y a principios de
este año se descubrió que el río Tame en Manchester tenía 517.000 partículas de plástico por metro cúbico de sedimento, casi el
doble de la concentración más alta jamás medida en todo el mundo.
Cuantos más estudios se llevan a cabo,
más partículas de plástico encuentran los investigadores en el
cuerpo humano. Los mismos científicos que hicieron saltar las
alarmas sobre la contaminación del aire provocada por las mortíferas
partículas emitidas por los vehículos diésel están encontrando
ahora micropartículas de plástico que llueven sobre las ciudades y
son lanzadas al aire desde automóviles y zonas de construcción,
líneas de lavado y envases de alimentos.
La contaminación por plásticos en
lugares interiores podría ser todavía peor que en el exterior ya
que un solo lavado de un equipo deportivo o de telas sintéticas
hechas por el hombre liberan miles de microfibras en el aire.
En unas jornadas que organizó
recientemente en el Reino Unido el grupo Common Seas (Mares Comunes),
treinta científicos, doctores y otros expertos compararon
información y llegaron a la conclusión unánime de que el plástico
está en lo que comemos, bebemos y en el aire que respiramos y
representa una amenaza significativa y cada vez más importante para
la salud humana.
Según los científicos, si podemos
respirar estas partículas y fibras de tamaño micro y nanométrico,
también es probable que entren en el torrente sanguíneo, en el
tejido pulmonar y en la leche materna, o que se alojen en los
sistemas intestinal y respiratorio. Tal vez algunas micropartículas
pasen por nuestro cuerpo sin causar daño, pero otras pueden
representar una amenaza para nuestra salud. Se sospecha que muchos de
ellas son cancerígenos o pueden actuar como disruptoras de hormonas.
Hay consenso de que existen grandes
lagunas de conocimiento sobre cómo afectan los microplásticos a la
salud humana, y que necesitamos estudios científicos más sólidos.
Desconocemos el riesgo de beber agua embotellada o del grifo. No
sabemos cuántos plásticos estamos ingiriendo o respirando o qué
efectos puede tener para la salud haber estado expuestos durante años
a partículas plásticas peligrosas. No sabemos qué concentraciones
son seguras para los adultos, y mucho menos para los bebés. Existe
una creciente preocupación de que las partículas microplásticas
poco estudiadas sean una amenaza para la salud al presentar una
fuente potencialmente importante de sustancias químicas tóxicas
para el cuerpo humano.
Aunque sabemos desde hace años que
algunos de los aditivos utilizados para aumentar la flexibilidad, la
transparencia y la durabilidad de los plásticos son químicamente
peligrosos, pocos han sido probados en humanos. Algunos países han
prohibido ciertos materiales pero no hay un criterio coherente y para
las empresas del sector ha sido fácil esquivar esta normativa, ya
que han encontrado sustitutos que probablemente sean igual de
peligrosos.
No basta con declarar la guerra a las
botellas de plástico, las tazas de café o las microperlas que se
encuentran en los cosméticos. Necesitamos con urgencia que el
Gobierno diseñe un plan de acción para abordar la crisis del
plástico de una forma exhaustiva.
Prohibir las bolsas de plástico y los
envases de un solo uso sería un buen comienzo pero tenemos que ir
mucho más allá. Es necesario reducir la producción de plástico y
fomentar alternativas menos nocivas. Es necesario que se prohíban
grupos enteros de sustancias químicas nocivas, en vez de ir
prohibiendo algunas sustancias una por una. Se debe ayudar a los
consumidores a comprender a lo que están expuestos y explicarles qué
se puede reciclar, compostar o quemar.
En los años 50 el mundo producía dos
millones de toneladas de plástico al año. Ahora la cifra ya es de
330 millones de toneladas anuales, y se prevé que se triplique en
2050. Devolver algunas botellas de plástico no será suficiente.
Tampoco lo será sacar de la playa el viejo colchón.
John Vidal fue jefe de la sección de
Medio Ambiente de The Guardian
Traducido por Emma Reverter
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