Diana López Varela Periodista
24/10/2018
El origen del dolor de María podría
explicarse como el de cualquier otro dolor convencional. Cuando
todavía era una adolescente, María empezó a sentir molestias en
una rodilla. María visitó varias veces urgencias y le dijeron que
aquello “solo” era un esguince. No hubo ningún tratamiento, ni
recomendación, solo debía dejar que se curase solo. Al cabo de
varios meses y nuevas e infructuosas visitas a urgencias, a María
seguía doliéndole, cada vez más. Así que fue a un traumatólogo.
El traumatólogo le hizo varias radiografías y le aseguró que no
tenía nada. Pero el dolor agudo en la rodilla de María no cesaba, y
empezó a cojear para tratar de aliviarlo. María regresó varias
veces junto a su traumatólogo, acompañada de su madre, y durante
más de un año el diagnóstico fue siempre el mismo: ausencia de
diagnóstico, locura transitoria, capricho adolescente. “Me decían
que me echase a correr y yo no era capaz de andar”. Por alguna
extraña razón que María no alcanzaba a entender, aquel
traumatólogo estaba convencido de que María se inventaba su dolor.
Ahora, ya adulta, lo llamaría negligencia o, como poco, ignorancia y
narcisismo desmedido.
La terquedad de María consiguió que
aquel traumatólogo accediese a hacerle una resonancia. La prueba
magnética despejó cualquier duda sobre el origen de su dolor. María
tenía una lesión en la articulación, una lesión grave y con muy
pocas perspectivas de cura a través de la cirugía. Una lesión de
cartílago imposible de reconocer en una radiografía. Quién sabe si
la lesión se pudo haber evitado o, al menos, amortiguado, con un
vendaje correcto o con ejercicios de rehabilitación durante los
primeros meses. El doctor echó balones fuera y le dijo a María que
se acostumbrase a vivir con su dolor hasta que la intervención fuese
inevitable, algo que podría ocurrir en el año siguiente, después
de un embarazo, o jamás. María estaba frustrada pero no lo quedaba
otra que asumir que su rodilla ya nunca volvería a ser la de antes y
que eso la limitaría en una de sus principales aficiones: el
deporte. Tendría que controlarlo, limitarlo, adaptarlo a su nueva
circunstancia. Se sentía culpable: demasiados tacones, poco reposo,
deporte de impacto. Quién sabe de cuántas maneras había ella
contribuido a su desgracia. Pero el calvario solo acababa de empezar.
A los pocos meses a María empezó a dolerle la rodilla de la pierna
contraria. El mismo médico le comentó que eso se explicaba por
haber estado cargando el peso como acto reflejo para compensar el
dolor. Otra radiografía. Otra vez nada. Otra vez la desconfianza y
la vergüenza. El dolor avanzó como un tsunami de lava, empezó a
dolerle el tobillo de la pierna “mala”, y luego el otro tobillo,
y después subió hasta las caderas, manifestándose a través de una
descarga eléctrica que empezaba en la planta de los pies y se
irradiaba hacia el resto del cuerpo contrayendo uno a uno cada
músculo.
Lo siguiente fue la parte baja de la
espalda. La ciática también se explicaba por haber cargado el peso
en un lado durante demasiado tiempo. A María le dolía estar de pie
y se cansaba mucho si pasaba unos pocos minutos sin moverse. El dolor
sordo se clavó en sus glúteos, subió por la parte alta de la
espalda, se adhirió a sus clavículas y corrió como una lagartija
bajo la piel hasta provocarle rigidez en las cervicales. Empezó a
dolerle la cara. Y la mandíbula. El traumatólogo sugirió una
visita al psiquiatra. Empezaba a necesitarlo. María define su
sensación como la de “un amasijo a punto de deshacerse”.
Pero antes la derivaron a un médico
rehabilitador para que convenciese a su caprichosa paciente. Este,
mucho más amable que el primero, la tumbó en una camilla y fue
apretando con los dedos en forma de pinza las inserciones de las
articulaciones del frágil cuerpo de María. Tobillos, rodillas,
caderas, glúteos, muñecas, manos, pecho, cuello… María no dejó
de protestar y moverse en la camilla sin entender las ansias del
médico por infringirle más dolor del que ya tenía. Era la segunda
vez que María escuchó la palabra fibromialgia en su vida. La
primera vez fue en un programa de la tele, siendo niña, en una
tertulia de mujeres mayores que reproducían la letanía de sus males
reumáticos. María se quedó impactada al escucharlas hablar de esa
vida llena de dolor. Lo presentaba Ana Rosa Quintana. “Tenía la
enfermedad de las señoras del programa de Ana Rosa, tía”.
María tenía 21 años. Y sí, tenía
la enfermedad de las señoras del programa de Ana Rosa. La
confirmación definitiva del diagnóstico llegó de la mano de un
reumatólogo, presidente de la Asociación de Fibromialgia de su
provincia.
El dolor de María no cesó en la
década siguiente. Pasó años de confirmaciones y reconfirmaciones
diagnósticas, de urgencias, de especialistas, fisioterapia y gastos
médicos. Hubo médicos que le dijeron que era demasiado joven para
tener fibromialgia, otros que le recomendaron no decirlo en una
consulta “para que te hagan caso” y, los más osados le decían
que ellos “no creían” en la fibromialgia. La fibromialgia es una
enfermedad reumática (el diagnóstico más certero se hace por la
doble vía de neurología y reumatología) de origen desconocido y
reconocida por la Organización Mundial de la Salud desde el año
1992. La fibromialgia la diagnostican médicos, no chamanes. No hay
que “creer” en la fibromialgia, igual que no hay que creer en el
cambio climático a no ser que tengas un primo con pocas luces. Se
caracteriza por un dolor musculoesquelético generalizado, exagerada
hipersensibilidad en múltiples áreas corporales (especialmente en
las articulaciones), con puntos predefinidos (tender points),
contracturas y fatiga crónica. Puede ir acompañada de sensibilidad
a la temperatura, a olores o a productos químicos. “Y muchas más
otras cosas de las que nadie habla como las cistitis de origen no
infeccioso”. Su aparición está relacionada con traumas físicos,
psicológicos, infecciones y hasta determinadas vacunas. También con
la contaminación, las hormonas alimentarias, la celiaquía y otras
enfermedades autoinmunes. La fibromialgia se diagnostica por falta de
diagnóstico cuando los demás especialistas desahucian al paciente y
ningún tratamiento es efectivo. La fibromialgia no se palia con
antiinflamatorios, y los antidepresivos y opiáceos pueden causar un
efecto rebote. Tampoco se cura con homeopatía.
Esta semana se celebraba el Día
Mundial del Dolor y también el Día Mundial del Cáncer de Mama.
Junto a las ginecológicas, las mujeres se ven afectadas en mayor
proporción por las enfermedades relacionadas con el dolor crónico.
Las migrañas, las enfermedades inflamatorias como el lupus, el
síndrome del intestino irritable, la esclerosis y las enfermedades
reumáticas, tienen rostro de mujer. De poco sirve celebrar que
vivimos muchos más años si la calidad de vida de la mitad de la
población está cercenada por el dolor. También hay hombres con
fibromialgia aunque María reconoce que en general, ellos tardan
mucho menos tiempo en ser diagnosticados. “Si a un hombre le duele
algo, no se le cuestiona como a nosotras”.
María tiene otro dolor que empeora y
alimenta al primero. El dolor de ser invisible. Invisible porque a
nadie le gusta oír hablar de dolor crónico. Invisible porque no hay
nada más odioso que las personas quejicas. Invisible porque muy poca
gente la entiende, a veces ni siquiera las personas más cercanas.
Confiesa que ha deseado muchas veces que todos las que la cuestionan
viviesen solo un día con esa enfermedad. “En un solo día de brote
algunos se tirarían por la ventana”. Invisible porque muchas
personas confunden enfermedades del sistema nervioso con emociones, y
emociones con enfermedades mentales. Invisible porque es difícil de
explicar la sensibilidad de algunos cuerpos a las caricias, los
pellizcos o un simple abrazo. Invisible porque es normal estar triste
con fibromialgia, lo que no quiere decir que la tristeza sea la causa
de la fibromialgia.
“Invisible porque la fibromialgia que
han diagnosticado 20 médicos en 10 años puede serdesdiagnosticada por otro en cinco
minutos y delante de tu familia dejándote sin argumentos ante esa
película que tan bien te has montado”. María se ha acostumbrado a
que una parte de ella permanezca velada en una felicidad autoimpuesta
que a veces no es más que el espejo en el que los demás se quieren
reflejar. “A nadie le molestaría que me quejase de un cáncer pero
si hablo de mi fibromialgia enseguida tuercen el morro”. María
vive y trabaja como si no tuviese fibromialgia. La gente que lo sabe
cree que la lleva bien. La lleva. Y punto. “Nadie lleva bien el
dolor crónico, es imposible, a veces estás anulada y simplemente
esperas a que el día siguiente sea mejor”. Su trabajo le gusta y
la salva de la autocompasión. Si se siente comprendida, la cosa
mejora, y para eso ha contactado con algunas mujeres jóvenes que
padecen la enfermedad a través de las redes sociales. “Nos
escribimos y nos desahogamos un rato, es la mejor terapia”.
Solo el deporte, el que cada vez tiene
más limitado, la ayuda de verdad con el dolor. “Hago un esfuerzo
sobrehumano por practicarlo, porque a pesar del dolor inicial, de las
agujetas, siempre me compensa, durante una hora de ejercicio a veces
es como si no tuviese fibromialgia, es una inyección de vida”.
Han pasado ya muchos años, pero María
sigue esperando el milagro. El milagro de levantarse un día y que no
le duele nada. El milagro de la ciencia. El que se consigue
invirtiendo en las cosas importantes. El milagro de la sanidad
pública puntera. “Y que la gente deje de votar a partidos que
privatizan la sanidad, pon eso y lo de Ana Rosa, por favor”.
Gracias por tanto, Ana Rosa. Y a ti, María.
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