- La diferencia de precio entre los alimentos saludables y los de comida rápida ha aumentado en los últimos años. ¿A qué se debe? Y más importante: ¿cómo podemos compensarlo?
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Comer
sano es buenísimo para la salud, pero hace daño al bolsillo. El
pasado octubre, un estudio
del
Centro para la Investigación de la Dieta y la Actividad (CEDAR) de
la Universidad de Cambridge (Reino Unido) reveló que la diferencia
de precio entre los alimentos considerados saludables y los que no lo
son es cada vez mayor. Los responsables de este estudio tomaron como
muestra 1.000 calorías procedentes de varios lotes de alimentos
saludables (salmón, latas de atún, leche semidesnatada, tomates,
yogures) y los compararon, calculadora en mano, con 1.000 calorías
de comida poco saludable (pizza
congelada,
beicon, refrescos de cola, donuts,
helados). El primer lote costaba de media 9,53 euros, mientras que el
segundo se podía adquirir por solo 3,18. O lo que es lo mismo, una
diferencia de 6,35 euros; diez años antes, esta era solo de 4,94
euros.
Ese
creciente margen ha provocado que, en tiempos de crisis, aumente el
consumo de alimentos económicos (que con frecuencia son los menos
saludables). Esther
Vivas, profesora
del Máster de Agricultura Ecológica de la Universidad de Barcelona,
coautora del informe Impacto
de la crisis en el derecho a una alimentación sana,publicado
por la revista científica de la Sociedad Española de Salud Pública
y Administración Sanitaria (SESPAS)
Gaceta
Sanitaria el
pasado junio,
y
artífice del libro El
negocio de la comida, que
se publica este mes, confirma que esto es así y lo expresa de forma
categórica: “Hay una cuestión de clase social que determina la
alimentación. Hay comida para ricos y comida para pobres”.
En
su informe para SESPAS,
que Esther Vivas firma con el profesor de Sociología Josep María
Antentas, confiesa que era una situación previsible. “Los estudios
sobre la crisis económica asiática a finales de la década de 1990
muestran que las familias reducen primero el gasto en los alimentos
más caros, como los de origen animal, la fruta y la verdura”,
expone.
¿A qué es debida esta asincronía en
los precios? Esther Vivas apunta a que las instituciones, a la hora
de destinar sus ayudas, inclinan la balanza del lado de las grandes
empresas que producen alimentos de forma industrial, propiciando que
el precio de estos pueda mantenerse bajo. “Los vínculos entre la
administración pública y las grandes empresas privadas son muy
estrechos: lo estamos viendo con el sistema bancario o las
constructoras. También en agricultura y alimentación”, asegura
Vivas. “Las ayudas a la agricultura benefician a los grandes
empresarios y no al pequeño campesino, y mucho menos a la
agricultura ecológica”.
El
estudio de la Universidad de Cambridge no entra en las posibles
causas de esta tendencia en los precios, pero sí recuerda que la
política agrícola del gobierno del Reino Unido ha venido
subvencionando la producción de lácteos, granos, aceites y azúcar,
lo que ha provocado una notable reducción en el consumo de otros
productos sin subsidios, como frutas
y verduras.
A
finales de 2013, otro
estudio similar
realizado por investigadores de la Universidad de Harvard (Estados
Unidos) señaló como posible causa la influencia de décadas de
políticas agrícolas que han favorecido la producción y venta de
productos alimenticios altamente procesados para obtener la máxima
rentabilidad. Ese mismo informe sugería que subvencionar los
alimentos sanos y gravar los poco saludables sería una buena forma
de corregir el desequilibrio en los precios y empujar a la gente
hacia una dieta más saludable.
Muchos
de los alimentos más sanos proceden de la pequeña agricultura o
ganadería, sujetas a unos costes elevados. “La producción de
alimentos en el campo es menor, porque se tiende a no forzar la
naturaleza. Cada tierra vale para una cosa. No se utilizan
fertilizantes ni herbicidas”, explica Ana Isabel López, técnico
agrario y socia de Ecogermen,
una
cooperativa creada por consumidores de Valladolid que se unieron para
comprar comida de calidad directamente a los productores.
Una cuestión de educación
Los
expertos detectan también un problema de educación: estamos
“programados” para preferir la comida menos saludable. “No nos
enseñan a comer bien”, sostiene Esther Vivas. “La sociedad
promueve la comida barata y rápida y esto impacta en capas sociales
con menos recursos e inquietudes. De hecho, las comunidades autónomas
con mayores índices de paro concentran las cifras más altas de
población con exceso
de peso”.
"Creemos que decidimos lo que
comemos, pero en realidad comemos lo que nos dicen. Entre un 25 % y
un 55 % de lo que compramos en el supermercado tiene un carácter
impulsivo, viene determinado por impactos y marcado por lo que hemos
visto anunciado en la televisión”, dice Vivas.
Las
administraciones públicas tienen capacidad para solucionarlo, pero
según la especialista se quedan en la teoría. “Se elaboran
programas basados en consejos y pautas pero fallan cuando se trata de
poner los medios para que se lleven a la práctica”. Y pone como
ejemplo los comedores escolares. “En vez de promover en ellos la
alimentación saludable se conciertan acuerdos con empresas de
catering
que
elaboran sus menús con alimentos que en muchos casos dejan bastante
que desear, como por ejemplo, los congelados”.
Ana
Isabel López, de Ecogermen, coindice: “Nos han enseñado que hay
una sola forma
de consumir.
Y existen otras que a veces no son más caras, pero sí requieren un
esfuerzo por nuestra parte”.
Su salud se lo agradecerá
Cuando
comer sano implique rascarse
la
billetera, conviene pensar que estamos invirtiendo en salud, Una
consecuencia evidente del hecho de que los alimentos más sanos sean
inaccesibles para un amplio sector de la población es que genera
desigualdad social en el ámbito de la nutrición, así como un
aumento de enfermedades derivadas de la alimentación y, a su vez,
del gasto público para curarlas. “Vivimos en un mundo de obesos y
famélicos”, subraya Esther Vivas. “Hay tanta gente en el planeta
con sobrepeso como con problemas de desnutrición”.
Conseguir
alimentos saludables a un precio razonable es posible, aunque no tan
fácil como hacerlo en el súper de la esquina: es a eso a lo que se
refiere Ana Isabel López cuando dice que requiere “un pequeño
esfuerzo”. Hay que investigar y, a veces, organizarse. Un modo de
hacerlo es a través de una cooperativa de consumidores. Al ser
comida adquirida directamente al productor, los costes se abaratan.
Por ejemplo, en Ecogermen, un kilo de coliflor cuesta 1,70 euros, y
de calabacines, 2,30. Eso sí: hay que desplazarse hasta su tienda de
Valladolid o a la ciudad donde la cooperativa tenga su sede. Si
quiere primar el criterio de la cercanía, otra opción es la de
los grupos
de consumo,
vecinos que se unen en la búsqueda de productos locales, ecológicos
y de temporada. Algunos surgieron del impulso del movimiento 15-M.
Descartan hacer la compra en supermercados y grandes superficies y
contactan directamente con los productores. En ocasiones, adquieren
un terreno y lo explotan ellos mismos. Solo en Madrid capital se han
fundado cerca de cincuenta grupos de consumo; más de treinta, entre
grupos y cooperativas, en Barcelona. Y siempre será de gran
ayuda entender
la etiqueta de
todos los productos que adquiera. Porque comer saludable no es un
capricho, sino un pilar imprescindible para el bienestar humano.
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