Carlos
de Prada
13/11/2013
Ha
sido la crónica de una vergüenza anunciada. La sentencia de la
Audiencia Provincial de A Coruña sobre el Prestige es todo un
símbolo del país en el que vivimos, si es que a esto puede
llamársele país (al menos desde ciertos parámetros de país
serio). No es que, en general, en el mundo, las empresas y algunos
responsables no tengan las manos bastante libres para perpetrar
disparates y salir más o menos bien paradas en ocasiones, pero es
que lo de España es ya todo un referente internacional de lo
vergonzoso. Y da igual los vericuetos legales o no legales, las
excusas y condicionantes que se busquen. Es una vergüenza de
proporciones siderales.
Se
veía venir. Para empezar, se quedaron fuera algunos de los
principales actores del desastre, como ha reconocido el propio juez.
Un desastre en el que al margen de las responsabilidades de algunas
empresas, una serie de nefastas decisiones oficiales, que apoyó
públicamente nuestro actual Presidente Rajoy (que alcanzó fama
mundial por sus famosos "hilitos de plastilina" cuando era
Vicepresidente y, como gallego "de pro", coordinó la
gestión de la crisis), tuvieron que ver, y de forma muy
determinante, con lo que pasó. Nuestros gobernantes tuvieron a bien,
en lugar de hacer que el barco se confinase en un lugar abrigado
donde poder controlar mejor la situación,que
el buque diese paseos de centenares de kilómetros frente a la costa
gallega,
primero en una dirección, luego en otra, hasta que finalmente se
partió y hundió precisamente frente a la costa gallega.
Ahora,
la Audiencia Provincial de la Coruña ha condenado sólo a uno de los
tres acusados por la catástrofe medioambiental del Prestige, el
capitán del petrolero, Apostolos Mangouras, por haber desobedecido
gravemente a la autoridad. Nueve meses de prisión por no hacer caso
al principio a la hora de facilitar el remolque del barco. Y se ha
absuelto al jefe de máquinas, Nikolaos Argyropoulos y al ex director
general de la Marina Mercante, José Luis López Sors. Y por
supuesto, nadie
ha sido responsabilizado por delitos contra el medio ambiente,
daños en espacios naturales protegidos y otros quebrantos cuantiosos
provocados por el hundimiento del petrolero en noviembre de 2002.
Ninguna empresa y ninguna Administración han sido responsabilizadas
de nada.
La sentencia no es más que el último
episodio, tragicómico, de una sucesión de situaciones vergonzantes.
Como lo era el que los principales responsables, ya de partida, no se
sentasen en el banquillo. Nada. Solo el capitán del barco (al que se
le pedían 12 años de cárcel que ya vemos en qué se han quedado),
el jefe de máquinas, el primer oficial (un filipino) y el
ex-director de la Marina Mercante. Y a correr.
En
todo eso queda un caso con 290.000 folios, casi 100 abogados,
infinidad de partes y testigos, innumerables pruebas periciales...
Mejor
no hablar de la "labor" del Ministerio Fiscal ni, en
general, de nuestra maravillosa Administración.
¿En esto ha quedado un desastre en el que llegaron a pedir más de
4000 millones de euros por los daños causados?
En esto ha quedado un juicio que al
menos podía haberse acercado a un 10% de lo que debería haber sido
si no estuviésemos en España, sino, quien sabe, en Estados Unidos.
Y caerán en el olvido las memorables actuaciones de señores como
Álvarez Cascos para el que, preguntado sobre cómo valoraba lo que
se hizo en aquellos días, "la respuesta fue óptima". No
hay más que ver cuáles fueron los resultados. O el señor Cañete
que dijo que no se temía por una catástrofe (y claro, luego pasó
lo que pasó) o el entonces delegado del gobierno en Galicia Arsenio
Fernández de Mesa, cuya labor desinformativa en aquellos días
alcanzó cotas inauditas.
Nada.
Decenas de miles de toneladas de marea negra castigaron casi 800
playas, afectando a 2.600 kilómetros de costa. 300.000 voluntarios
heroicos se lanzaron a poner en riesgo su salud recogiendo el vertido
con sus propias manos. Pero aquí no ha pasado nada. Y no podemos
culpar solo a las graves deficiencias existentes en las leyes
internacionales que permiten las banderas de conveniencia, las
marañas de sociedades interpuestas, la elusión del pago de daños...
Nada
de eso habría tenido tanto peso, de no haberse dado en un país tan
de broma como el nuestro.
El buque -un monocasco de 1976 que
llevaba 77.000 toneladas de fuel- tenía bandera de Bahamas, la
propietaria era una sociedad de Liberia, el armador era griego, la
carga de una sociedad suiza con sede en Londres y domicilio en
Gibraltar, la tripulación filipina... Pero ni por esas y otras se
habrían salvado de pagar algo si en lugar de España este hubiese
sido otro país.
Aún queda posibilidad de recurrir esta
lamentable sentencia y es posible que se haga, pero ¿queda ya a
estas alturas alguna posibilidad de que se llegue alguna vez a
obtener un fallo a la altura de las circunstancias?
Llueve
sobre mojado. España es el paraíso de la impunidad rampante. El
paraíso del que contamina no paga. Ejemplos hay muchos. Entre ellos
el de las famosas minas de Aznalcóllar,
donde la empresa sueca Boliden (y las españolas involucradas) se fue
de rositas, no sin antes, no solo no haber pagado ni un euro de los
cientos de millones que costaron las labores de limpieza, sino que
incluso cobró cuantiosas subvenciones, antes de poner de patitas en
la calle a cientos de trabajadores y volverse a su país. O el
caso
de Flix,
en Tarragona, donde una serie de empresas, tras acumular durante
décadas 700.000 metros cúbicos de lodos tóxicos, no pagarán ni un
5% de los 200 millones de euros que costará limpiar (relativamente)
la zona. Lo pagarán, claro está, como siempre, todos los españoles,
que para eso están. Y mejor no hablar de casos como el del amianto,
dónde millares de trabajadores han muerto sin derecho a nada,
mientras en otros países hay empresas que han quebrado por tener que
pagar los daños causados. Spain
is different,
no cabe duda.
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